“El miembro regular de un termitero nacía, crecía, se reproducía y roía hasta morirse. Algunas veces dejaba de roer tiempo antes de su muerte, pero este mismo hecho ocasionaba el fin de su vida pues al perder su dentición el comején estaba automáticamente condenado porque moría de hambre. En aquella sociedad se desconocían las leyes de la prolongación de la vida. Termita que moría, comida que quedaba para que otra la digiriera”. «Las termitas» (cuento), Gloria Chávez Vásquez, Nueva York, 1976. Sucede que las bibliotecas no son un santuario para todos los libros. Hay muchos que desaparecen para siempre de sus tramos y catálogos, como si jamás existieran. Hay otros que nunca llegan a las bibliotecas, víctimas de la selección natural de la que hablaba Darwin. El más popular vence y consigue un espacio en los anaqueles. De hecho, los bibliotecarios, náufragos en un mar de títulos, se subscriben a publicaciones que categorizan, describen y hasta clasifican en listas de popularidad a los últimos títulos de las editoriales. Significa esto que la mayoría de los compralibros accede a una misma base de conocimientos y que, por lo tanto, los catálogos de varias bibliotecas tienen más o menos los mismos contenidos. Ya se sabe, por ejemplo, de la infame lista que se publicó en norteamerica a final del siglo veinte para clasificar (quizás promocionar) las cien mejores novelas de toda la centuria. Muchos la criticaron, pero otros la imitaron y extendieron la clasificación más allá de los gustos norteamericanos para compilar…
4 comentariosMes: febrero 2005
En Nueva York prescindí de cualquier cosa que se llamara privacidad, porque carecía de dinero para comprarla. Viví con mi esposa y primer niño en un sótano de esos donde la sala era a la vez el comedor y la recámara. El baño era un estuche al lado de la cocina. Nuestra vista consistía de unas ventanillas rectangulares a la altura del cielo raso, desde donde divisábamos nada menos que los pies de los vecinos que frecuentaban los botes de basura. Recibíamos a las visitas allí, y lo único que dividía la cama y la cuna de los muebles de la sala eran unas finas cortinas que colgaban del techo. En tales condiciones escribí mis primeros cuentos, tecleándolos a veces en la intimidad de las noches mientras escuchaba en la otra esquina los ronquidos armónicos de mi esposa y bebé. Éramos felices, porque la felicidad solamente existe en el pretérito, cuando las inconveniencias del diario vivir han desaparecido como espejismo. Para cuando tuvimos el segundo niño mejoraban nuestras condiciones, porque teníamos ya una recámara al menos, donde los pequeños nos acompañaban, todavía cercanos a nuestro lecho marital. Recibíamos las visitas en una sala de veras y mi esposa preparaba los alimentos en cocina aparte, pero el escritorio seguía en la sala, como parte íntegra de nuestra vida social. O lo que quedaba de ella. Hubo madrugadas en las que me alumbraron los primeros rayos de la mañana pegado en el trance de la escritura. Ese horario me dejaba como un…
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