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Año: 2006

Volar en motocicleta.

Mike tiene manos que parecen mantarayas y sus dedos abarcan los de uno al saludar. Me doy cuenta al despedirme. La primera parte del trayecto fue sin palabras, hasta que la conversación se inició como es común: comentando del clima. Vivió antes en California, donde el calor también es intenso pero la humedad no es tan molestosa. Es de un pueblecito de Illinois, del que huyó de las temperaturas bajo cero. Es aprendiz de mecánico y encuentra que ochocientos dólares de renta drenan su salario. Estudia mecánica de motocicletas en las noches y labora de día en el taller de carros. Las motocicletas son su pasión. No sé cuántos años tiene, pero es un hombre, aunque parece un niño muy alto. Maneja una camioneta, mientras conversamos. Me lleva a casa. Competía a nivel profesional en motocross. Saltaba a alturas como de tres veces mi tamaño. Le pagaban por ello, pero lo hacía a gusto. ¿Por qué? — le pregunto. Me contesta que no sabe, que era algo que disfrutaba desde niño. Siempre le gustó la velocidad. ¿Y qué pensabas cuando estabas en la cúspide de un salto? —le pregunto. Me contesta que nada. Simplemente no pensaba. Se daba golpes con frecuencia. Se zafaba las muñecas, sufría contusiones y se torcía coyunturas. Se recuperaba y volvía. Hasta la última vez, durante el salto en que se le ocurrió pensar. Partía en desbalance al iniciar el salto. Dudó, vaciló y trató de corregir el salto. Subió y cayó con todo el peso…

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Mi bicicleta y yo.

Acabábamos de ascender una colina y estábamos en la calle que desembocaba en casa, cuando mi mamá me preguntó por qué no trataba. Tenía miedo de caerme. No quería ensuciar el turquesa que brillaba sobre los tubos de mi nueva bicicleta. Era perfecta, y nueva. Hace algunos veinte años de eso. El niño que yo era lograba un sueño. Junté algún dinero que me enviaron mis tíos y tías desde Nueva York con otros pesos que tenía mi madre y fuímos hasta la ciudad a obtener aquella BMX. La escogí por el color: hasta sus ruedas eran azules. Preguntamos el precio. Costaba unos diez o quince pesos más que lo que esperábamos, pero yo estaba enamorado de ésa. Mi mamá sacrificó otros billetes y añadió la diferencia. Acepté el timón, tembloroso, de manos del vendedor. Me sentía el niño más dichoso del mundo. Media hora después, me encontraba al tope de la calle de mi barrio, con un zapato en el pedal y el otro en la tierra. Mi mamá esperaba mi demostración. Una vecina que advirtió la escena se detuvo en su marquesina para mirar. Traté y tambalié. Tuve que bajar los dos pies. La vecina se rió. Traté otra vez. Pedalié algo más. Tambalié de nuevo, pero me enderecé. Tensioné los brazos y apreté las manos con todas mis fuerzas. La bajada me dio impulso. Ahora no me podía detener. Las ruedas rebotaban sobre el pedregal de la calle. Iba desbocado. Mi mamá quedaba detrás entre la nube…

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Claroscuro: cara a cara a Rembrandt.

De pintura sé poco. Mas no se necesita técnica para reconocer lo extraordinario. Lo experimenté hace poco, cuando cayó en mis manos un libro, que probablemente es un texto educativo para clases básicas de artes plásticas. Trata del pintor Rembrandt Harmenszoon van Rijn. Mejor conocido como Rembrandt. El tratado es un compendio a manera de introducción, escrito por Kenneth Clark. Había visto obras de Rembrandt. Casi todos le conocemos, aunque no lo sepamos. Las imágenes que él materializó de entre sombras y luces son parte de la conciencia de la humanidad. Pero no es lo mismo conocerlas de paso que detenerse ante los ojos del artista en sus autorretratos. O descubrir el detalle que se oculta en las sombras de alguna escena. O espiar aquella mujer que –siglos después– todavía se baña. La maestría con que plasmaba los rostros, sin ningún juicio moralista que ahora pudiera resultar anticuado, supera en pasión a la fotografía. Pero hay algo más. Es como una aceptación de que se está de paso por la vida. Uno está ante un genio. Gracias por visitar Libro Abierto. Para subscribirse a futuras publicaciones, escríbanos a libroabierto@vmramos.com.

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Once de septiembre: el vértigo de la cercanía.

La ciudad de Nueva York era mi hogar. Yo había caminado por el interior de esas torres. Me había sacado todas las pertenencias de los bolsillos para pasar por los detectores de metales, instalados a las entradas desde la bomba de 1993. Había tomado el ascensor hasta el piso ochenta y tantos. Había sentido, allí adentro, la inestabilidad de la altura. Alguna vez vi, desde una de esas oficinas, la silueta cortante de Nueva York. Sentí vértigo. Estuve también en el búnker de seguridad. Un huracán pasaba por la ciudad aquella tarde de domingo. Creo que era el Huracán Bertha. Las torres se sentían invencibles ante la lluvia y el viento. Creo que aquella vez escuché de alguien el estribillo popular de que las torres estaban hechas para sostener el impacto de un avión a reacción. Era el tipo de jactancia común a la ciudad: somos la ciudad más famosa del mundo; tenemos más rascacielos; tenemos el mejor sistema de trenes subterráneos; somos la capital del mundo; nunca dormimos; somos invencibles; somos, en fin, Nueva York. Esa fortaleza no era del todo cierta. Yo lo sabía. Cualquier neoyorquino lo sabía. Todos conocíamos la sensación de claustrofobia que nos asaltaba a veces — ya fuera al cruzar uno de los túneles subacuáticos; tal vez atrapados en tráfico sobre alguno de los grandes armazones de los puentes; o aperchados a la ventana de algún coloso de ladrillos y armazones metálicos. Una ciudad de esas proporciones se prestaba al desastre. Todos lo sabíamos.…

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El canto desgarrador de una sirena

Yo no creía en las sirenas, esos seres de pelo largo y desnudez que nadaban por los mares mitológicos. Yo no creía en las sirenas, hasta que oí una cantar. La encontré una tarde cualquiera entre el mar de sonoridad de la música internacional. Su voz, lejana y cercana a la vez, no mentía cuando se desgarraba en cantar que su alma sangraba por alguna herida profunda. Se llama Yasmin Levy y canta en un español desvirtuado por los siglos y la influencia hebrea. Pero esta cantante sefardí no necesita del perfeccionismo de la gramática ni de la pureza compulsiva del idioma académico para expresarse de una manera encantadora. Dice el mito de las sirenas que el canto de aquellos seres prodigiosos era tan poderoso que los navegantes las seguían hasta sumergirse en el fondo del mar. Eran como la voz de la muerte misma. Pero muerte bella. Así es la canción ladina de Levy. Da ganas de llorar. Al oirla, uno quiere deshacer los entuertos que se cometieron contra esos judíos que fueron expulsados una vez de España y Portugal, pero que se llevaron el romance dentro. Me gustan todas las canciones de su disco «La judería», desde su lamento gitano y despatriado hasta una de las versiones más embrujadas del himno latinoamericano que es «Gracias a la vida». En casi todas las canciones, Levy infunde significados que no están en las letras de las canciones. Pero es como si su voz se hubiera hecho para formular la pregunta…

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