La religión es uno de los temas más incómodos para mi. Me fastidia que alguien me pregunte a cuál iglesia pertenezco, igual que me importuna cuando alguien quiere que le revele mi salario. La razón es porque quienes hacen esas preguntas en la mayoría de los casos lo que quieren es juzgar. Quieren determinar el valor de la persona con quien hablan. Lo peor es que no quieren respuesta. Son como el vendedor que busca un enganche — igual que una señora que me detuvo el otro día en el estacionamiento del supermercado: — Hijo, ¿no te gustaría vivir en un lugar como este? — me preguntó. Levantaba una revista para que la viera. Mostraba una escena en la que hombre, mujer y niños reposaban sonrientes alrededor de leones, tigres y fieras apacibles. Estaban de picnic en un campo abierto. Había todo tipo de alimentos sobre un mantel. El cielo se veía resplandeciente. — No –le dije de una vez–, no quiero vivir en un lugar como ese, porque ese lugar no es nada más que un dibujo. Otros exhiben todo el interés de sacarme de las llamas del infierno. Lo que molesta no es la buena voluntad, sino que ellos suponen que quienes no siguen su religión de misa y domingo están condenados. Aprecio los mitos de varias religiones, pero me deshice hace tiempo de la idea de que un grupo tiene los derechos reservados a la verdad. Todos tenemos derecho a la dicha espiritual. Y, sin embargo, a…
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