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Año: 2008

Compartir el nombre.

Víctor Manuel Ramos y yo nos conocimos por accidente. Creo que fue así: alguien me escribió desde Francia –¿o fue desde Canadá?– refiriéndose a un manuscrito en el que estaba trabajando y que pronto sometería para mi revisión. ¿Qué? –pregunté. Y vino la respuesta: Lo siento. Quería comunicarme con otro Víctor Manuel Ramos, escritor hondureño y, en ese entonces, director de una editorial en Tegucigalpa. Nada raro que un nombre como el mío exista en América Latina. De hecho, en el barrio donde crecí había un tocayo que no solamente tenía mi primer y segundo nombres, sino también mis dos apellidos — y el tipo no me caía muy bien, por copista. Lo que sí me pareció extraño –además de la casi idéntica dirección electrónica de este nuevo homónimo– es que él también estuviese picado por el virus de la escritura. Me puse a investigarlo. Encontré un par de artículos en la prensa hondureña y vi los títulos de algunos libros por ahí. Supe que su profunda aficción es por los libros infantiles. Al fin, le escribí. Hará años de eso. Desde entonces el doctor Víctor Manuel Ramos y yo, que no soy doctor de nada, llevamos una correspondencia esporádica y amistosa. Tenemos un pacto: yo le paso sus correos desviados y él me pasa los míos. Hemos decidido compartir el nombre. En todo esto no le había leído, hasta que hace poco intercambiamos libros. Creo que él salió perdiendo en esa transacción. Yo le envié mi «Morirsoñando» y él…

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Escritores, entre comillas.

Hace varios años fui a una conferencia de escritores en Manhattan, cargado de dudas sobre mi derecho a participar. Es que no acepto del todo el título de escritor, aunque escriba todos los días y sean las letras las que paguen mis cuentas. Mucha de esta inseguridad surge de una suposición mía. Creo que escribir es un asunto opcional y que puedo, si así lo decido, dedicarme a vender frutas en alguna esquina y nunca más plasmar una idea. Pero siempre termino haciéndolo. Me escondía bajo un alero, esperando a que se disipara la lluvia y que abrieran la puerta de aquella especie de castillo medieval que era la escuela adonde nos reuniríamos. En eso llegó otro. Lo reconocí como el tipo-escritor: traía jeans negros, chaqueta de cuero sobre una camiseta, el pelo sin peinar y esa especie de grandeza ensayada. Se presentó como un escritor y me preguntó si esperaba para la conferencia. Entonces me miró: yo venía de la oficina, con el uniforme de pantalones caqui, camisa azul celeste y corbata de un día de entrevistas y reuniones. Parecía un contador, un trabajador de recursos humanos, un vendedor de zapatos; cualquier oficinista alejado del mundo de las letras. –¿Eres escritor? — me preguntó. Yo noté la ciudad, su movimiento perpetuo y la lluvia: ese palpitar que podría describirse de tantas maneras en un texto. No quise comprometerme con una respuesta. –Más o menos — contesté. –¿Más o menos? El gran portón de madera se abrió y una mujer…

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La blanca arena de Daytona

Caminamos por esa arena de Daytona Beach que parece ceniza de volcán y llegamos hasta uno de sus pocos rincones desolados. Hemos viajado una hora para llegar hasta aquí y sentarnos sobre los restos corroídos de unos escalones. El Océano Atlántico es tan azul como siempre, tan aparentemente infinito, tan maravilloso como la primera vez que lo vi, desde otra orilla.

Saco esta bolsa de plástico que traigo y extraigo de ella un espécimen raro: es un ejemplar de una edición limitada de «La realidad y el deseo», el poemario del escritor Luis Cernuda. Mi esposa lo rescató hace varios años del basurero de una biblioteca y me lo regaló. Es solamente uno de veinticinco libros impresos en una primera edición de lujo de 1940.

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Los emigrantes del siglo.

Acababa yo de llegar a Nueva York cuando cayó en mis manos un librito. Era una colección de poesías escritas por dominicanos en esa ciudad, titulada: «Poemas del exilio y de otras inquietudes». Leí esta antología, editada por Daisy Cocco de Filippis y Emma Jane Robinett, para apaciguar el tedio de esas primeras semanas de desplazamiento; nada más. Desde entonces no suelto el libro. Se ha mudado conmigo a varios edificios de Nueva York y luego hacia el sur del país. Ello se debe mayormente a una sola poesía. Como sucede con los amores, me gustaron varias de las que se incluyeron en la antología, pero me cautivó una sóla. Se llama «Los emigrantes del siglo», una elegía de Héctor Rivera a todos los dominicanos que, “documentados de soledades”, atravesaron el océano rumbo a Nueva York. Es poco lo que puedo decir de Rivera. Sé que nació en Yamasá, República Dominicana, en 1957, y que murió, relativamente joven, en Nueva York el 24 de julio de 2005, postrado ante un cáncer. Sé que estudió en las universidades públicas de la ciudad y que era padre de familia. En la antología, que se publicó a finales de los ochenta, se le describió como parte de “un grupo de poetas jóvenes… que lucha no sólo por la supervivencia económica sino también por educarse”. Sé que su poema a los emigrantes me pareció, y me sigue pareciendo, uno de los mejores retratos poéticos del destierro dominicano. Y me consta que no soy el…

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Un futuro brillante para los libros

Era cuestión de tiempo que los libros dieran el salto a la era digital, y abrieran así una nueva era para la distribución de ideas, historias e información. Ese salto ya se dio, aunque no haya trascendido del todo a la cultura popular, con la creación de lectores electrónicos como el Kindle de Amazon, el Cybook de Bookeen, o el Reader Digital de Sony. Es una tecnología en pañales, pero prometedora que de seguro atraerá pronto a los amantes de la lectura y será para los libros, revistas y periódicos lo que fue el I-Pod para la diseminación de música popular. En términos generales, estos aparatos son del tamaño y peso de un libro en rústica, pero ofrecen la posibilidad de guardar cientos y miles de libros, que se adquieren de las tiendas de libros electrónicos sin necesidad de conectarse a computadoras ni a internet. Usan una tecnología similar a los teléfonos móviles. Y ofrecen unas pantallas que no son como los monitores de las computadoras típicas, sino que imitan la experiencia del papel: significando esto, por ejemplo, que no proyectan luz y deben leerse en un lugar iluminado como si fueran libros comunes y corrientes. No entraré en detalles técnicos que desconozco. Para eso están los tecnófilos del mundo. Pero para los que leemos y escribimos esta es una buena noticia. Permitirá que los lectores en serie llevemos toda una biblioteca en el espacio que antes ocupaba un libro y liberará al contenido de la forma para quienes buscan…

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