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Mes: octubre 2009

Publicarse uno mismo

“Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es misteriosa ni trágica, sino que, por lo menos la del poeta, es una tarea personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos”. –Pablo Neruda. Una de mis primeras experiencias con el fenómeno de los escritores que se publican a sí mismos se dio cuando empezaba mi carrera periodística y andaba de asignación por la Roosevelt Avenue en el Queens hispano de Nueva York. Hacía una de esas encuestas informales en las que repetíamos la misma pregunta sobre algún tema latinoamericano a unas diez personas, les tomábamos fotos y luego publicábamos una selección en el diario del siguiente día. Rara vez los encuestados sabían de qué hablaban. Cuando uno se encontraba con un transeúnte informado dedicaba más tiempo a la conversación. En esta ocasión fue un hombre de barba, bigote y pelo largo –todo un Jesucristo de lentes y baja estatura– que acababa de salir de una bodega vulgar en una esquina cualquiera. Pero el tipo hablaba de manera coherente y en oraciones completas. Le pregunté a qué se debía que estuviera tan bien informado. Su respuesta: “Soy un escritor.” Esto dio pie a que él me contara de sus escritos y a que me pidiera que, de ser posible, los mencionara en mi artículo. Quería publicidad. Antes de que le pudiera decir que no, desapareció de mi vista diciendo…

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Qué hay detrás de un nombre.

Uno no escoge su nombre, y mucho menos su apellido. La denominación que se le da a uno en el mundo contiene la predilección de los familiares, la herencia, algo de la historia y esa costumbre humana de marcar la propiedad. Con los años ese nombre llega a significar algo, que será distinto dependiendo de a quién se le pregunte, pero que en general representará una trayectoria, unas costumbres, unos gustos, unas condiciones — un destino. También una imagen. El nombre exige que uno sea quien es. Que seas el mismo que fuiste ayer. O que si cambias ese cambio sea gradual y no represente una ruptura del yo conocido. Por eso muchos religiosos se cambian el nombre después de la experiencia iluminadora y la resultante conversión. Una amiga que tuve se cambió una vez el nombre, convencida de que su nueva identidad –extraída de la Biblia– le pondría de lleno en el camino espiritual. Nosotros, los que le conocíamos desde antes, tartamudeábamos a la hora de llamarle para cualquier cosa y, en vez de aceptar de una vez su nueva identidad, empezamos a evitar esos momentos en que la llamaríamos por su nombre. Cuando ella no estaba ahí y nos referíamos a ella usábamos los dos nombres, algo así como decir: “Sara, o Inés, o como sea que ella se llame dijo que…” A estas aclaraciones añadíamos una retorcida de ojos o un gesto de negación con la cabeza. En el fondo pensábamos: ¿a quién se le ocurre que…

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