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Año: 2014

Apasionado por la ambivalencia

Este verano como en otras ocasiones me llegó una cita para servir de jurado en una corte criminal. Respondí a mi deber de ciudadano y me presenté en aquel desagradable edificio donde hay que sacarse los zapatos, la correa, las llaves y cualquier otro utensilio metálico para entrar, pero yo ya sospechaba que no terminaría en el panel de los que escucharían el caso. Me ha sucedido otras veces. Llego hasta la sala de audiencias, me llaman hasta “la caja” — como le dicen en inglés al espacio donde se sientan los miembros del jurado y sus alternos — y pasa la primera ronda de preguntas, donde tanto la fiscalía como la defensa van mirando cuáles son los candidatos que no pueden quedarse para un juicio por problemas de salud, complicaciones personales o conflictos de intereses. Llega la parte final en que se evalúa a los miembros del jurado por sus opiniones con una serie de preguntas que a veces parecen inocentes pero que tienen relevancia para el caso pendiente. Hasta ahí es donde llego. No es que me rechacen porque tenga yo opiniones fuertes o radicales que me impidan servir de jurado — ya sea sobre temas como el crimen en general, la cadena perpetua o la pena capital — sino más bien porque no tiendo a emitir opiniones que me parecen fáciles y gratuitas. El otro día viendo la teleserie ficcionalizada sobre la vida del patriota americano John Adams (que es excelente por su recreación entretenida de la…

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Los deportes y el individuo

En estos días de fiebre mundialista me da ganas de ver un partido, gritar a favor de algún equipo y tuitear esa etiqueta que nos invita a hablar en lenguaje imperativo con una conducta: #DileNoAlRacismo (vamos a ver cuántas décadas llevamos diciéndole “no” a otros males, pero ellos no nos escuchan). Esas ganas sólo (sí, insisto, por ahora, en poner el acento) me duran un rato, y termino echando una necesitada siesta frente al televisor. Me pasa lo mismo cuando por unos días me pongo a mirar la Serie “Mundial” de béisbol invernal en Estados Unidos o las finales de la NBA. Soy un fanático muy veleidoso y puedo decir que las conversaciones extensas sobre deportes me aburren. Al final de cuentas casi todos los deportes competitivos consisten de un correteo entre un grupo de hombres que persiguen el control de una pelota, algo así parecido a los cachorritos que se entretienen por largas horas rodando una bola de hilo. Y aunque hay competencias más individualistas, como el tenis, por ejemplo, el objetivo es declarar el mismo tipo de supremacía física entre un espécimen y otro (y el que ve por televisión se siente más poderoso si su equipo gana). No es que odie los deportes, sino que no sostienen mi atención. Me parece que como actividad de grupo no está mal sentarse un rato y tomar partido y discutir con algunos amigos sobre algo que al final de cuentas no importa. Siempre que no se tome la cosa muy…

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Poesía en medio del camino

En los momentos difíciles mucha gente recurre a la oración, pero yo me refugio en la poesía. Es una práctica que adopté de casualidad por haberme cruzado más de una vez con algún verso que en ese momento correspondía a alguna inquietud que me agitaba. No sé cuando lo empecé a notar porque mi lectura de versos es mínima en comparación al tiempo dedicado a otros géneros, pero puedo decir que las palabras precisas de algún verso me han caído como un baño de agua fresca en lugares inesperados, caminando tal vez por una estación del subterráneo de Nueva York y encontrándome con uno de esos cárteles de la campaña de “poesía en movimiento” que hace un par de décadas inició alguna persona genial dentro de la autoridad de tránsito. Como estos versos de la estadounidense Tracy K. Smith, una poeta a la que hasta ese momento desconocía, pero cuyas palabras aparecían en el dorso de una MetroCard (la tarjeta que usan los neoyorquinos para pagar la tarifa de entrada a los trenes), y que yo mal traduzco aquí: Cuando algunas gentes hablan de dinero Hablan como si éste fuera un amante misterioso Que salió a comprar leche y nunca Regresó, y me hacen sentir nostalgia De los años en que yo vivía de pan y café, Hambrienta todo el tiempo, caminando a trabajar en días de pago Como una mujer viajando hacia el agua Desde una villa sin pozo, viviendo entonces Una o dos noches como todos los demás…

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Los blogs pasados de moda

Sucedió más o menos a inicios del año 2009. Las hordas que llenaban de letras, oraciones y párrafos las redes se fueron esfumando hasta que el silencio fue tan ensordecedor que hicieron que se cumpliera aquella declaración tecno-apocalíptica del periodista y escritor Hernán Casciari cuando afirmaba que moriría “la noción de que un blog es un género” significando ello que ser “bloguero” dejaría de ser algo que estaría de moda. Los que tal vez por apego, confusión, rezago o testarudez (o una combinación de todos esos factores) seguíamos en estos espacios donde se puede compartir mucho más que los 140 caracteres de Twitter y las actualizaciones de estado de Facebook y Google Plus (o las instantáneas de Instagram y los textos fantasmas de Snapchat y otras diversiones por el estilo) pudimos ver cómo se acababa aquella tendencia de publicar un blog simplemente porque sí, porque se podía: de “blogueros” que todos los días publicaban algo, cualquier cosa, y luego se iban a comentar sin leer las notas de los demás solamente porque buscaban “visitantes”. Aquí nos quedamos, cada vez con menor número pero tal vez con mayor fidelidad de unos cuantos, los que desde el principio veíamos la promesa de publicación de contenido propio y buscábamos un verdadero intercambio de ideas, cuestiones y voces en las notas (siempre digo “notas” porque nunca he querido aceptar ese anglicismo horripilante de “entradas” que nos impuso el medio) de nuestros blogs (a contraposición de lo anterior, nunca me gustó la traducción a bitácoras,…

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Lo real maravilloso en una esquina

Una noche cualquiera se propagaba un rumor por las calles del barrio que hizo que un buen grupo de nosotros, algunos descalzos y sin camisa en esa vida desnuda del Caribe, termináramos en la esquina que era punto de congregación porque allí se encontraba el poste de luz. Un hombre desconocido y de extraño aspecto, con su piel descolorida y su pelo crespo enrojecido en una tierra de mestizaje, capturaba la atención de los que llegábamos: varones casi todos entre la niñez y la adolescencia, años vividos en esas mismas calles donde no había nada más que ver que las casas construídas hasta todas las orillas de las propiedades y el colorido de los marchantes que pregonaban verduras y maní tostado. El hombre decía que era galipote, uno de esos seres que en las noches de apagones habitaban las esquinas más remotas. Eran criaturas malignas que se transformaban en grandes perros peludos y de dientes afilados, o en murciélagos gigantes y gelatinosos, o en búhos de grandes ojos amarillos, y que salían a la caza de jovencitas que anduvieran en la oscuridad para hacerlas suyas y devorarlas. El galipote no había sido para mí más que un ser hecho de palabras e imaginación, pero todo el mundo que existía más allá de esos senderos estaba hecho de lo mismo: igual que nuestra historia y que los sueños; tal y como los relatos que nos llegaban de los que se habían ido a una ciudad lejana, blanca y fría; también como…

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