Este verano como en otras ocasiones me llegó una cita para servir de jurado en una corte criminal. Respondí a mi deber de ciudadano y me presenté en aquel desagradable edificio donde hay que sacarse los zapatos, la correa, las llaves y cualquier otro utensilio metálico para entrar, pero yo ya sospechaba que no terminaría en el panel de los que escucharían el caso. Me ha sucedido otras veces. Llego hasta la sala de audiencias, me llaman hasta “la caja” — como le dicen en inglés al espacio donde se sientan los miembros del jurado y sus alternos — y pasa la primera ronda de preguntas, donde tanto la fiscalía como la defensa van mirando cuáles son los candidatos que no pueden quedarse para un juicio por problemas de salud, complicaciones personales o conflictos de intereses. Llega la parte final en que se evalúa a los miembros del jurado por sus opiniones con una serie de preguntas que a veces parecen inocentes pero que tienen relevancia para el caso pendiente. Hasta ahí es donde llego. No es que me rechacen porque tenga yo opiniones fuertes o radicales que me impidan servir de jurado — ya sea sobre temas como el crimen en general, la cadena perpetua o la pena capital — sino más bien porque no tiendo a emitir opiniones que me parecen fáciles y gratuitas. El otro día viendo la teleserie ficcionalizada sobre la vida del patriota americano John Adams (que es excelente por su recreación entretenida de la…
11 comentarios