Dicen que cuando el alumno –o el discípulo– está listo, el maestro aparece, pero no nos quedemos ahí. Estaba este que escribe en ese estado de ánimo, tal vez su juicio influenciado por una gripe invernal, cuando por allá a inicios de los noventa puso el canal de acceso público de la televisión por cable en Manhattan y vio venir a este hombre de edad mayor, pelo blanco, caminando firme hacia el frente de una multitud, donde le esperaba solamente una silla de espalda dura y un micrófono. Me llamó la atención este maestro, no tanto por lo que decía, porque en principio me costó entender su mezcla de acento inglés e indio, sino por la intensidad e intencionalidad en su rostro. Capturé algunas frases, muchas de ellas sobre cuestiones como estas que parafraseo a mi manera: ¿Qué es la paz? ¿Es meramente la ausencia de guerra? ¿Qué es la violencia? ¿No es la no-violencia otra forma de violencia? ¿Es el pacifismo estar opuesto a la violencia? ¿Es el bien el opuesto del mal? ¿O es el bien algo completamente diferente? ¿Y qué es la sociedad? ¿No es la sociedad una proyección de nosotros mismos? Este señor cuya presencia y preguntas me habían desarmado era Jiddu Krishnamurti y tendría en mí un impacto que yo consideraría significativo, aunque no tal vez en esa manera de maestro-discípulo que a veces añoramos. Me han regresado sus preguntas en estos días de polarización política y de grupos e intereses que se interponen en…
14 comentariosAño: 2016
Al recorrer ciertas calles estrechas de Filadelfia — o Philadelphia — uno puede sentirse transportado a los finales del siglo dieciocho en que se fundó esta nación de trece colonias, ver los carruajes tirados por caballos, encontrarse al pie de un roble donde se enterraban los restos de algún mercante en el patio de la nueva iglesia episcopal. Puede uno encontrarse temporalmente trastornado ante dos visiones, la de aquella pequeña ciudad de puerto y de tiendas que ocupaban el primer piso de negocios en la calle Market y el nuevo horizonte de edificios torres y grúas que como grandes patas de araña siguen tejiendo la estructura de una metrópolis. Mas no hay mucho de novedad en lo nuevo. Todas nuestras ciudades contemporáneas se parecen con esos edificios que buscan en la altura la durabilidad. Lo curioso de Filadelfia es que uno todavía puede entrar a la Iglesia Cristo, caminar sobre las tumbas de los fundadores, y sentarse en el mismo banco de madera que estaba reservado para George y Martha Washington y luego para John y Abigail Adams, entre los héroes patrios de estos Estados Unidos. Puede uno salir a caminar por el callejón de Elfreth, la calle más antigua dentro de las trece colonias originales (aunque muchas veces se olvida que había colonos, aunque de otro rancio poder imperial, en la vieja Florida), y puede uno pensarse en aquella sociedad en que un herrero forjaba a fuerza de músculo las herraduras y herramientas de cocina. Puede uno mirar la…
Dejar un comentarioQueridos familiares y amigos: Me pidieron que dijera hoy unas palabras en honor a la vida y memoria de mi abuela y debo decirles que esto no será nada fácil. Lo voy a intentar, aunque no estoy seguro de poder contener la emoción al recordarla, y me perdonan si por momentos no puedo hablar. María Josefa (Fefa) González (1924-2016) Voy a empezar con la parte más sencilla, decirles que mi abuela, María Josefa González, mejor conocida como “Fefa”, “Doña Fefa” o, para mucho de nosotros, “Mamá Fefa” nació el 28 de marzo de 1924 en un paraje conocido como Damajagua Adentro, y allí se crió. Para quienes no lo conocen, este es un campo en la región de San José de las Matas, en la provincia de Santiago en República Dominicana. Fue allí donde ella también conoció a Rafael Antonio Núñez, mejor conocido como Fello —o Papá Fello para nosotros— y allí empezaron una familia. (Él, como ustedes sabrán, falleció unos 21 años antes que ella en 1995, después de toda una vida juntos). Mi abuela tuvo siete hijos. Uno de ellos, que ella recordaba por su apodo Toñito, murió cuando era adolescente, pero ella siempre lo tuvo presente. Los demás ustedes los conocen y están aquí hoy: Enedina, Matilde, Otilio, Catalina, Emilio y Eugenio. Hoy somos una multitud de hijas e hijos, yernos y nueras que ella recibió con gusto en la familia y, según mi cuenta, unos 16 nietos y 13 bisnietos – más tres en camino, que…
3 comentariosEl 26 de abril de 1986 no es una fecha muy conocida en la historia, pero debería serlo. Ese día la planta nuclear eléctrica de Chernóbil se fue a pique, explotando e incendiándose para liberar desde sus entrañas los desechos radiactivos que carcomerían parte del territorio de la Unión Soviética de entonces, y en particular las repúblicas satélites de Belarús (o Bielorrusia) y Ucrania. Decir esto es hablar en los términos lineales de la información; cosas que no significan mucho para quienes no palparon el desastre y sus consecuencias. No es lo mismo leer datos de lo que empezó como una avería técnica y terminó borrando más de cuatrocientos aldeas bielorrusas que enterarse en detalle de la muerte de un bombero que se desintegraba poco a poco frente a su joven mujer, hasta que: “Todo él era una llaga sanguinolenta”. Tampoco es igual a adentrarse en la memoria de un cazador empleado por las autoridades de entonces para ir a matar a tiros a los perros y a los gatos, o a los caballos, todas esas mascotas amistosas que se volverían radiactivas después que sus amos las dejaron al ser evacuados de la zona. “En los últimos instantes ves que tiene una mirada que entiende, unos ojos casi humanos”, dice uno de los cazadores. Los mismos humanos de Chernóbil que lograron huir se convirtieron en unos apestados, sus vísceras concentraciones de radiación y sus conciencias traumatizadas por el efecto de un nuevo tipo de guerra – del ser humano puesto…
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