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Año: 2025

En Coyoacán, una vida más dulce

Apenas rayaba el nuevo día y un sol acaramelado se asomaba por las grietas de las paredes que dividían las propiedades. La barrendera municipal estaba haciendo una escoba de ramas secas para limpiar el cemento del parque. Se oía el ronquido de los escapes de vehículos que llegaban con sus cargas al mercado municipal de Coyoacán.

Un hombre cuyo sombrero le tapaba la cara acababa de sentarse en la orilla de la banqueta, donde abrió la bolsa que traía un contenedor de plástico para exhibir unos rojizos chapulines fritos que vendía en vasos desechables. Después, me dije.

Entré y me asaltó el olor a frutas maduras de los puestos que estallaban en colores vivos: mangos ataulfos, mandarinas clementinas, nectarinas de pulpa blanca, sandías tan rojas como flores, mamones, papayas, cerezas y duraznos. Antes de que yo emergiera de la inundación de mis sentidos, una señora diminuta me agarró del antebrazo y no me dejó dar un paso más sin venir a mirar su mostrador; iba prendida de mí y no se iba a soltar. Pensé que era muy temprano para comer frutas y se lo dije, pero ella no hizo caso y empezó a cortar pedazos de esta y aquella, y a dármelas.

¿Has probado el durazno, príncipe? – me preguntó, y yo mirándola, noté sus ojos oscuros pero brillosos, las huellas de su rostro, su herencia ancestral, e iba a decir que sí, que eran lo que llamábamos “melocotones,” pero ella ya me había puesto un pedazo en la mano y me incitaba a probar. Sentí la fruta desmoronarse en mi boca.

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Hace veinte años que me senté a juntar algunas palabras para ponerlas en este sitio. Era como tirar una botella al mar digital a ver si alguien la recibía y se interesaba en lo que decía adentro. Luego tiré otra botella, y otra botella, y me acostumbré a seguir dejando esos escritos con la idea de que alguien los recibiría.

Qué difícil era publicar cualquier cosa antes de eso. Hacía falta una imprenta.

Yo veía los números de gente que visitaba y la lista de países desde donde venían, aunque en principios nadie decía nada ni en los comentarios ni en privado. Me preguntaba si estaba hablando solo, pero disfrutaba de ejercitar la capacidad de pensar por escrito.

Un día cualquiera me llegó un correo electrónico, y era de alguien de mi país de origen que me contaba un sueño y comentaba sobre uno que yo había compartido meses antes. Pensé: ¡Llegó a otra orilla esta botella! Luego alguien dejó el primer comentario en un escrito — si mal no recuerdo, desde España — y así empezaron conversaciones y amistades que, aunque no sea en estas páginas, se mantienen todavía.

De repente había muchísimos otros blogs.

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