Apenas rayaba el nuevo día y un sol acaramelado se asomaba por las grietas de las paredes que dividían las propiedades. La barrendera municipal estaba haciendo una escoba de ramas secas para limpiar el cemento del parque. Se oía el ronquido de los escapes de vehículos que llegaban con sus cargas al mercado municipal de Coyoacán.
Un hombre cuyo sombrero le tapaba la cara acababa de sentarse en la orilla de la banqueta, donde abrió la bolsa que traía un contenedor de plástico para exhibir unos rojizos chapulines fritos que vendía en vasos desechables. Después, me dije.
Entré y me asaltó el olor a frutas maduras de los puestos que estallaban en colores vivos: mangos ataulfos, mandarinas clementinas, nectarinas de pulpa blanca, sandías tan rojas como flores, mamones, papayas, cerezas y duraznos. Antes de que yo emergiera de la inundación de mis sentidos, una señora diminuta me agarró del antebrazo y no me dejó dar un paso más sin venir a mirar su mostrador; iba prendida de mí y no se iba a soltar. Pensé que era muy temprano para comer frutas y se lo dije, pero ella no hizo caso y empezó a cortar pedazos de esta y aquella, y a dármelas.
¿Has probado el durazno, príncipe? – me preguntó, y yo mirándola, noté sus ojos oscuros pero brillosos, las huellas de su rostro, su herencia ancestral, e iba a decir que sí, que eran lo que llamábamos “melocotones,” pero ella ya me había puesto un pedazo en la mano y me incitaba a probar. Sentí la fruta desmoronarse en mi boca.
Creo que me preguntó de dónde era, y ni modo, no podía fingir que fuera de allí con ese acento indefinido que tengo, así que le dije que visitaba desde Nueva York, y luego tuve que explicarle de dónde era antes de Nueva York. Mientras hablábamos, me seguía poniendo frutas en la boca. No señora, le decía, no siga, no puedo comprarle frutas porque solamente vengo unos días y se me van a dañar en el hotel.
No importa, decía ella, te las comes antes.
Ahora es el mejor momento, insistía.
Noté su pelo largo y canoso y palpé la insistencia de su espíritu en todos los pedazos de mango que me ponía en la mano. Yo iba a hacer lo que ella dijera, porque ella sabía lo que yo realmente quería hacer. Alguna idea circular flotaba en mi cabeza: Si vine a México, me decía, fue para conocer y probar y hablar, y dejarme sorprender.
No me podía ir hasta que probara su mejor fruta, declaró al rato, y le acababa de llegar un cargamento esa mañana. Pidió a su ayudante, creo que su hija, que fuera a abrir las cajas que acababan de llegar. La mujer y yo cruzamos miradas y ella se encogió de hombros, como para decirme: Lo siento, no hay de otra. Desapareció detrás de unos mostradores cargados de limones mientras yo esperaba con mi captora.
¿Y qué haces en Coyoacán?
Voy a la casa de Frida, le dije.
Ella asintió, pero no me dijo nada de Frida, y no quise preguntarle.
Su asistente volvió con varias frutas de pieles marrones y agrietadas, como podrían ser las nuestras. Las puso en manos de ella.
¡Mira estos! Son deliciosos. ¿A poco los conoces? – me dijo.
Sí, son zapotes, le digo. También les decimos “mameyes” en mi país.
Aquí también – me dijo ella.
Pero estos no los has probado. Son chicozapotes, o zapotes machos. Siempre han crecido en esta tierra y son milagrosos.
Me dice eso clavándome sus ojos brillosos, oscuros.
Entonces, veo que ni siquiera usa el cuchillo. Clava las uñas de sus dedos índice en la cáscara y me parece que ella rompe una piel de la que libera una carne jugosa y anaranjada. Con su mano derecha, arranca un pedazo de fruta y lo mete en mi boca. No puedo describir el dulce, excepto decir que me llega hasta la raíz de la lengua.
Ella me pone en la mano otro mamey de esos que no ha pelado, me dice que está maduro, y que me lo lleve, que lo puedo comer esa noche.
Se me acerca aún más y tengo que doblarme para darle mi oído.
Te voy a decir un secreto; no lo olvides: “Tienes que comer frutas si quieres una vida más dulce”.
Esa fue mi introducción al pueblo donde la gran artista mexicana creció, vivió, pensó, tuvo el trágico accidente que la dejó en silla de ruedas, amó y odió y volvió a amar al muralista Diego Rivera, y terminó sus días, contemplando un significado ulterior al mundo de las formas que representaba. Allí, en una nota de su puño y letra, nos cuenta ella la importancia del arte: “¿Quién diría que las manchas ayudan a vivir?”
Me acordé del secreto de la mujer del puesto de frutas cuando horas más tarde me encontré a unos kilómetros de distancia en la que fuera la casa de Frida Kahlo, contemplando de frente a la última pintura que hizo, un bodegón terminado solo días antes de morir.
Sobre una mesa, hay unas sandías con pulpa de rojo pasional y semillas que son como ojos. En una de las frutas, Frida escribió un mensaje (¿su secreto, quizás?) junto a su firma y la nota al pie que señala que las pintó allí mismo, en Coyoacán. Y dice, en una expresión de optimismo que desafía a la realidad, a su realidad: “Viva la Vida”.

Que bello relato de mi México lindo y querido.