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Autor: Víctor Manuel Ramos

Compartir el nombre.

Víctor Manuel Ramos y yo nos conocimos por accidente. Creo que fue así: alguien me escribió desde Francia –¿o fue desde Canadá?– refiriéndose a un manuscrito en el que estaba trabajando y que pronto sometería para mi revisión. ¿Qué? –pregunté. Y vino la respuesta: Lo siento. Quería comunicarme con otro Víctor Manuel Ramos, escritor hondureño y, en ese entonces, director de una editorial en Tegucigalpa. Nada raro que un nombre como el mío exista en América Latina. De hecho, en el barrio donde crecí había un tocayo que no solamente tenía mi primer y segundo nombres, sino también mis dos apellidos — y el tipo no me caía muy bien, por copista. Lo que sí me pareció extraño –además de la casi idéntica dirección electrónica de este nuevo homónimo– es que él también estuviese picado por el virus de la escritura. Me puse a investigarlo. Encontré un par de artículos en la prensa hondureña y vi los títulos de algunos libros por ahí. Supe que su profunda aficción es por los libros infantiles. Al fin, le escribí. Hará años de eso. Desde entonces el doctor Víctor Manuel Ramos y yo, que no soy doctor de nada, llevamos una correspondencia esporádica y amistosa. Tenemos un pacto: yo le paso sus correos desviados y él me pasa los míos. Hemos decidido compartir el nombre. En todo esto no le había leído, hasta que hace poco intercambiamos libros. Creo que él salió perdiendo en esa transacción. Yo le envié mi «Morirsoñando» y él…

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La blanca arena de Daytona

Caminamos por esa arena de Daytona Beach que parece ceniza de volcán y llegamos hasta uno de sus pocos rincones desolados. Hemos viajado una hora para llegar hasta aquí y sentarnos sobre los restos corroídos de unos escalones. El Océano Atlántico es tan azul como siempre, tan aparentemente infinito, tan maravilloso como la primera vez que lo vi, desde otra orilla.

Saco esta bolsa de plástico que traigo y extraigo de ella un espécimen raro: es un ejemplar de una edición limitada de «La realidad y el deseo», el poemario del escritor Luis Cernuda. Mi esposa lo rescató hace varios años del basurero de una biblioteca y me lo regaló. Es solamente uno de veinticinco libros impresos en una primera edición de lujo de 1940.

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Los emigrantes del siglo.

Acababa yo de llegar a Nueva York cuando cayó en mis manos un librito. Era una colección de poesías escritas por dominicanos en esa ciudad, titulada: «Poemas del exilio y de otras inquietudes». Leí esta antología, editada por Daisy Cocco de Filippis y Emma Jane Robinett, para apaciguar el tedio de esas primeras semanas de desplazamiento; nada más. Desde entonces no suelto el libro. Se ha mudado conmigo a varios edificios de Nueva York y luego hacia el sur del país. Ello se debe mayormente a una sola poesía. Como sucede con los amores, me gustaron varias de las que se incluyeron en la antología, pero me cautivó una sóla. Se llama «Los emigrantes del siglo», una elegía de Héctor Rivera a todos los dominicanos que, “documentados de soledades”, atravesaron el océano rumbo a Nueva York. Es poco lo que puedo decir de Rivera. Sé que nació en Yamasá, República Dominicana, en 1957, y que murió, relativamente joven, en Nueva York el 24 de julio de 2005, postrado ante un cáncer. Sé que estudió en las universidades públicas de la ciudad y que era padre de familia. En la antología, que se publicó a finales de los ochenta, se le describió como parte de “un grupo de poetas jóvenes… que lucha no sólo por la supervivencia económica sino también por educarse”. Sé que su poema a los emigrantes me pareció, y me sigue pareciendo, uno de los mejores retratos poéticos del destierro dominicano. Y me consta que no soy el…

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Flores amarillas

En memoriade Hecsa Costa. Recuerdo sus ojos claros, pero no sé si azules, verdes o amarillos. Me decía que escribiera cuando yo no sabía que escribiría. Acepté que si algún día lo hacía la buscaría para compartir lo escrito. Era mi primer profesora universitaria en aquella clase de humanidades. Es posible que yo, también, haya sido su primer estudiante, aunque éramos más de una docena. Nos contaba de la clarividencia del escritor: aquella facultad de hilvanar historias con algún germen de verdad. Llegué por los pasillos que antes recorrí, pero no estaba. Había dejado las aulas. Recordé el final de clase en su apartamento. Allí estábamos todos, aquel grupo de inmigrantes disparejos que acababan de completar su primer semestre. El examen consistía en una discusión sobre los personajes de «Cien años de soledad» — texto de la clase junto a «La vida es sueño» y «La metamorfosis». A varios nos asignó personajes. Me tocó José Arcadio Buendía –ese loco idealista del Macondo primeval– y estuve hasta la víspera marcando párrafos en amarillo y rosado. Abro el libro en cualquier página y ahí están las marcas todavía, como este párrafo, sin duda de los que me parecieron más importantes: “Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo…

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El grito desgarrado de Reinaldo Arenas.

La carátula de esta edición de «Antes que anochezca» presenta una fotografía de un Reinaldo Arenas viril y despeinado que divisa a lo lejos con intensidad, sin fingir una sonrisa. Es un hombre de mirada trágica, pero altanera. Le delata el pelo revuelto y la verruga anarquista detrás de la oreja. No he leído memorias como estas – y, de seguro, no las hubiera leído en otros tiempos, o de saber siquiera las minuciosidades de lascivia y tragedia a las que me iba a llevar este escritor. Es una obra rabiosa. Pero también es una obra orgiástica, incómoda para los que somos del sexo convencional. Es una declaración de la más abierta homosexualidad, pero no es sólo eso. Es también un testamento de dignidad a pesar de todas las indignidades. Es un libro que no complace a muchos bandos. Ofende a la derecha por su promiscuidad, un reto declarado a los guardianes de cualquier moral. Ofende a la izquierda por su condena del caudillismo de Fidel Castro y la crueldad de su comunismo. Ofende a los capitalistas por la crítica de su grosera afición al dinero. Ofende al exilio cubano en “El Mierdal” de Miami por lo que expresa como la brutalidad de su resentimiento, aunque este fuere justificado. Ofende a los ideólogos, a los escritores y a los intelectuales que justifican la maldad. Ofende a la vida misma, por la manera en que el autor desea, al fin, el abrazo de la muerte. Es una autobiografía –hecha película en…

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