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Autor: Víctor Manuel Ramos

El estoicismo no es lo que parece

Hay muchas cosas en la vida que no se pueden controlar, entre ellas ese gran vacío que llamamos futuro. ¿Por qué ocuparse de ellas si están fuera de la propia esfera de acción? Tanto desear como rechazar lo que no se puede poseer o impedir es generar frustraciones. Tiene sentido contemplar las consecuencias de las propias acciones antes de irse por un camino, pero una vez escogido hay que pagar el precio. Estos consejos de sentido común los he encontrado en una interpretación de las enseñanzas de Epícteto, un filósofo griego de los que pertenecían a la escuela del estoicismo a principios del primer milenio de la era común. Me ha sorprendido la lectura porque la noción generalizada del estoicismo es una caricatura de personas reprimidas y de gran tolerancia al sufrimiento. Es cierto que en su propuesta hacia una vida virtuosa y desapasionada Epícteto y los estoicos se alejan de la conducta impulsiva, pero eso es en busca de un propósito que le sería común a cualquier profeta de la autoayuda: la felicidad. Se me ocurre que, de vivir Epícteto en nuestros días, y de poner un buen plan de promoción para sus ideas, sería un hombre muy afortunado. Hay un gran mercado para ese tipo de libros que prometen solucionar los conflictos y la angustia del diario vivir, particularmente si se dividen en un número específico de claves o pasos. Epícteto me parece una alternativa para quienes no apetecen a los gurúes de moda pero entienden que hay…

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Cuento: “Nuevayor bajo la nieve”

Foto cortesía de Vincent Steurs, usada con licencia de Creative Commons.    Dedicado al profe Gerardo Piña-Rosales. “Grande fue la derrota del hombre; grande su victoria. La ciudad está aún blanca; blanca y helada toda la bahía. Ha habido muertes, crueldades, caridades, fatigas, rescates valerosos. El hombre, en esta catástrofe, se ha mostrado bueno”. José Martí, «Nueva York bajo la nieve», 15 de marzo, 1888. «Escenas norteamericanas. Obras completas», Vol. 1. La Habana: Editorial Lex, 1946: 1879. Hace años que nieva sobre Nuevayor y todavía no para. Los primeros copos cayeron poco después del desastre, cuando todavía corrían los cuerpos desalmados entre la atmósfera turbia de Manhattan. Algunos dijeron que lo que parecía una nevisca inoportuna era el efecto del humo que ahogó a las nubes esa mañana, porque hasta esa hora el pavimento se ensanchaba con el calor típico de cualquier fin de verano, emitiendo un vapor que cocinaba la voluntad. El sol era un punto de luz que succionaba las pupilas. La brisa solamente un recuerdo. Empezó a nevar. Los primeros en notarlo fueron los bomberos que acudieron al sitio del desastre, cuando miraron hacia arriba, al negro boquete de la torre fulminada, y el vértigo les hizo creer que un rayo la partía en dos, igual que sucedía en los íconos del tarot. Algunos cristalitos de hielo se les desbarataron en las caras, como los cuerpos que se dispersaban en explosiones atómicas al clavarse en el pavimento. Era de esperarse que se confundieran esos primeros copos de…

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Buscando a Mistral

Acostado en el piso, tal vez descamisado para pasar la hora ardua del calor interminable, me llegaron las impresiones de un campo verde, de árboles, de flores y mariposas más allá de las calles desoladas del barrio, donde solamente cabían casas, calles, callejones, cunetas, y algunos espacios bajo los aleros para que los viejos señores jugaran dominó en el fulgor de la tarde caribeña. Yo encontraba unas palabras simples, las mismas quizás de los libros monótonos que leía en la escuela y que me obligaban, a fuerza de repetición, a aprender la secuencia lógica del idioma. Pero estas palabras simples tenían otra gracia, que estaba en el contenido que comprimían para presentar una “Doña Primavera” vestida en primor, que llevaba por sandalias “unas anchas hojas, y por caravanas unas fucsias rojas.” Así descubrí, de niño, la poesía de Gabriela Mistral, sin las pretensiones de grandes ideas. Esto fue años antes de ver con ella las tinieblas, en poemas como “Desolación”, que leí en otros horizontes, ya casi un adulto que podía captar la contraparte de la naturaleza como otra faceta de lo maravilloso, y sintiéndome extrañado como ella: La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde me ha arrojado la mar en su ola de salmuera. La tierra a la que vine no tiene primavera: tiene su noche larga que cual madre me esconde. Era natural que me saltara el corazón cuando una tarde de invierno en la que asistía yo a una celebración poética donde niños tan tiernos como…

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El árbol de las palabras

La primera vez fue una tarde en la que los poros de todas las aceras parecían sudar. Supiste que algo sucedía. Las imágenes venían unas tras otras y algunas oraciones llovían completas mientras conducías por la autopista. Fuiste a casa, a la casa de entonces, aquel apartamento encaramado desde el que veías unos rieles abandonados en un viejo camino de tierra, el mismo por el que todas las mañanas pasaba una mujer vestida de blanco camino al hospital. Eran esos días mágicos en que rebosabas de una fe en lo posible y veías casi todos los obstáculos como impedimentos pasajeros. Como aquella tarde en que un gran cúmulo de nubes te transportaba a otra hora remota en la que nunca viviste y en la que la lluvia se cernía sobre la vida de un niño. O como aquella mañana en que una partera con las manos ensangrentadas te mostraba el tejido gelatinoso de una placenta, acabada de parir, y sabías que presenciabas un milagro. O más de una ocasión en que la nieve, su forma de caer y agitarse, de pegarse a todo y de silenciar el ambiente, ponía al descubierto una gran producción cósmica de la que eras testigo. Sabías entonces que escribirías miles y miles de palabras en pos de un momento en el que pudieras decirle a otros: esto es eterno. Pero luego llegan los problemas de sintáxis, de estilo, de originalidad, de mercados y plataformas, de estructuras, de cosas que se ponen y pasan de moda,…

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Senderos de palabras que se bifurcan

“Ts’ui Pên diría una vez: ‘Me retiro a escribir un libro’. Y otra: ‘Me retiro a construir un laberinto’. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto”. Jorge Luis Borges, «El jardín de senderos que se bifurcan». Tengo dos mentes, separadas no siempre por el contenido de sus pensamientos sino por la infraestructura gramática en la que estos fluyen. Una piensa en español y la otra en inglés. Una lengua responde al orden de sustantivo y adjetivo – “La Casa Blanca” – y la otra pone el adjetivo, o sea la descripción de las cosas, por delante y se traga los puntos entre las comillas: “The White House.” El idioma español ofrece multitud de conjugaciones, variando para cada pronombre y por cada tiempo. Recuerdo esas odiosas lecciones de memorización gramática para aprender siete formas de tiempos simples y siete formas de tiempos compuestos, más una forma imperativa. Requería un exceso de repetición aprender las variaciones desde el indicativo hasta los pluscuamperfectos, pero qué maravilloso poder decir luego: yo amo, yo amaba, yo amé, yo amaré, yo amaría, que yo ame, que yo amara (o que yo amase), y esto sin incluir los tiempos compuestos. ¿Quién dijo que se ama – presente de indicativo – una sola vez en la vida? En inglés, por supuesto, hay tiempos, pero se usa cantidad de verbos auxiliares — “will, could, would, should have loved” — para determinar posibilidades sin trastornar mucho los verbos. “Love” y “loved” serían las…

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