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Autor: Víctor Manuel Ramos

Publicarse uno mismo

“Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es misteriosa ni trágica, sino que, por lo menos la del poeta, es una tarea personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos”. –Pablo Neruda. Una de mis primeras experiencias con el fenómeno de los escritores que se publican a sí mismos se dio cuando empezaba mi carrera periodística y andaba de asignación por la Roosevelt Avenue en el Queens hispano de Nueva York. Hacía una de esas encuestas informales en las que repetíamos la misma pregunta sobre algún tema latinoamericano a unas diez personas, les tomábamos fotos y luego publicábamos una selección en el diario del siguiente día. Rara vez los encuestados sabían de qué hablaban. Cuando uno se encontraba con un transeúnte informado dedicaba más tiempo a la conversación. En esta ocasión fue un hombre de barba, bigote y pelo largo –todo un Jesucristo de lentes y baja estatura– que acababa de salir de una bodega vulgar en una esquina cualquiera. Pero el tipo hablaba de manera coherente y en oraciones completas. Le pregunté a qué se debía que estuviera tan bien informado. Su respuesta: “Soy un escritor.” Esto dio pie a que él me contara de sus escritos y a que me pidiera que, de ser posible, los mencionara en mi artículo. Quería publicidad. Antes de que le pudiera decir que no, desapareció de mi vista diciendo…

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Qué hay detrás de un nombre.

Uno no escoge su nombre, y mucho menos su apellido. La denominación que se le da a uno en el mundo contiene la predilección de los familiares, la herencia, algo de la historia y esa costumbre humana de marcar la propiedad. Con los años ese nombre llega a significar algo, que será distinto dependiendo de a quién se le pregunte, pero que en general representará una trayectoria, unas costumbres, unos gustos, unas condiciones — un destino. También una imagen. El nombre exige que uno sea quien es. Que seas el mismo que fuiste ayer. O que si cambias ese cambio sea gradual y no represente una ruptura del yo conocido. Por eso muchos religiosos se cambian el nombre después de la experiencia iluminadora y la resultante conversión. Una amiga que tuve se cambió una vez el nombre, convencida de que su nueva identidad –extraída de la Biblia– le pondría de lleno en el camino espiritual. Nosotros, los que le conocíamos desde antes, tartamudeábamos a la hora de llamarle para cualquier cosa y, en vez de aceptar de una vez su nueva identidad, empezamos a evitar esos momentos en que la llamaríamos por su nombre. Cuando ella no estaba ahí y nos referíamos a ella usábamos los dos nombres, algo así como decir: “Sara, o Inés, o como sea que ella se llame dijo que…” A estas aclaraciones añadíamos una retorcida de ojos o un gesto de negación con la cabeza. En el fondo pensábamos: ¿a quién se le ocurre que…

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El yo digital

En menos de dos minutos este sitio puede desaparecer. Puedo entrar al panel de control y escoger una opción para borrar de una vez lo que he escrito en años. Semanas después, se esfumaría mi rastro de los buscadores de internet. O así parecería. En esta era digital es tan fácil publicar como lo es borrar, aunque sea en apariencia. Es tan fácil redactar como lo es editar, sin dejar un claro registro de las alteraciones a un escrito. Esto tiene implicaciones. Una de ellas es que la palabra escrita deja de tener el mismo peso de antes. ¿O será de esta manera? Entremos en detalle. La mayoría de las plataformas de publicación incluyen un procesador de texto donde se escribe, se edita, se determina el formato, y de una vez se envía lo escrito. Todo ello más rápido y conveniente, y por tanto más revolucionario, que las imprentas de Gutenberg. Estas funcionalidades unen en un solo proceso algo que antes implicaba varios pasos para el redactor: pensar la idea, escribirla, editarla, enviarla, diagramarla, imprimirla, y, una vez impresa, aceptarla como un documento que podía descartarse o archivarse, que podía tacharse o subrayarse, pero no cambiarse con igual facilidad. El escritor actual puede entregarse a la tentación de publicar de manera instantánea y sólo después darse cuenta de que le falta o le sobra puntuación; de que las palabras son imprecisas o las oraciones son chuecas; o de que se publicó una barbaridad. El escrito se puede editar y moldear…

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Lluvia de mayo

Los meses de lluvia que asaltan esta zona del trópico me transportan: a esas tardes de mayo en las que esperaba a que terminara la lección para salir corriendo a casa, despechugarme en cuanto llegaba y esperar al aguacero. Salir, pies desnudos, pecho abierto, y sentir el estruendo de las nubes que se vaciaban. De esa agua distinta a la que venía por las tuberías. Agua con olor a bosque. Los niños corríamos, dueños de las calles, mientras los adultos se escondían tras puertas y persianas cerradas — cada vez más viejos, cada vez más serios, cada vez más miedosos. Ibamos, incluso aquellos de nosotros que no se bañaban con frecuencia, tras los mejores caños. Teníamos guerras de lodo y volvíamos a ser de barro, antes de que la lluvia nos volviera a limpiar y dejar exhaustos. Cuando terminaba la tormenta éramos otros: empapados, friolentos; podría decirse, resacados. Cada vez que llueve de manera torrencial miro hacia afuera, y añoro de buena manera esas tardes de libertad. Lamento que ahora espío la lluvia y, aún más, que los niños nos acompañan dentro de la casa. Tras una semana de tormentas repetidas, de inundaciones, de tormentas y amenazas de tormenta, me propuse cambiar eso. Me vestí en ropa de baño y esperé. Empezaron las alertas, que repetidas una tras la otra en nuestro radio meteorológico parecían avisos apocalípticos, y las nubes se asomaron en tonalidades de grises y azules oscuros, como la tarde. Empezó a llover en condados cercanos, pero no…

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Rodríguez Soriano: Escribir es “una toma de posición política”

Antes de conocer a René Rodríguez Soriano conocí sus palabras, leyendo unas columnas que publicaba sobre asuntos literarios. Uno sabe por la calidad de las oraciones cuando alguien ve al lenguaje como algo más que una herramienta. Hay un cuidado especial en cómo una palabra lleva a la otra y cómo todo ello busca un sentido que a veces es demasiado personal para ser claro. Por eso inicié una correspondencia con él que me llevó a descubrir sus escritos –sobre todo sus cuentos– y después de eso hemos cruzado caminos un par de veces. A mi juicio, Rodríguez Soriano es un ente literario que sueña, desayuna, respira y suspira palabras todo el día. Todo lo demás es secundario, a menos que encuentre expresión a través del lenguaje. Esa impresión queda cuando uno le lee — que más allá de cualquier trama, de cualquier estructura literaria, está el esmero de la expresión. Su última novela «El mal del tiempo» se ha publicado recientemente, tras reconocérsele con el Premio de Novela UCE 2007, otorgado por la Universidad Central del Este en República Dominicana, el país que es nuestro común punto de origen. Esta novela, que se presenta a manera de diario de un personaje –o colectividad, según el autor– llamado Javier, incursiona en temas de la sociedad dominicana y su disfunción, como la describe así en uno de los apuntes del diario: “Mi pueblo es una ilusión, es algo y no es nada. Mi pueblo está dormido, hundido, confundido, engañado, maltratado, alienado.…

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