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Categoría: escritores

Procesador de palabras.

A veces uno espera por meses o años para atravesar esas lagunas del pensamiento donde todas las letras se sumergen en un pantano que huele a estiércol. No es que uno no tenga nada qué decir sino que tal vez uno no se permite decirlo. Las prioridades pueden ser otras: pagar las deudas, mudarse, criar niños, trabajar, resolver lo del carro, poner una cerca, arreglar por fin el maldito rechinar de la puerta de la ducha. En fin, vivir tan en paz como sea posible. Vaya idealismo: pequeña burguesía. Pero uno está al acecho del momento. Cuando llega uno lo sabe. Lo sabe porque lo sabe. Y tira uno las sábanas a un lado, y abandona el estupor y la comodidad de la cama, y se va como un borracho en la oscuridad, tropezando con los muebles que parecen haber cambiado de lugar, y llega apenas a la cámara oscura y enciende alguna lucecilla y, sin dudas, la computadora — y desespera uno ante el sonido de comienzo de Windows –¡cállate y prende!–, y la página de entrada, y la maldita palabra clave que se olvida a deshoras, y el antivirus que insiste en hacer una inspección completa de los contenidos del disco duro. Y, al fin, abre la página virtual –ese fantasma de la página en blanco de antaño– y empieza uno a desnudarse con las palabras y a gritar las cosas que hace tiempo no podía decir, y llega uno prendido a las oraciones del último párrafo, y…

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Compartir el nombre.

Víctor Manuel Ramos y yo nos conocimos por accidente. Creo que fue así: alguien me escribió desde Francia –¿o fue desde Canadá?– refiriéndose a un manuscrito en el que estaba trabajando y que pronto sometería para mi revisión. ¿Qué? –pregunté. Y vino la respuesta: Lo siento. Quería comunicarme con otro Víctor Manuel Ramos, escritor hondureño y, en ese entonces, director de una editorial en Tegucigalpa. Nada raro que un nombre como el mío exista en América Latina. De hecho, en el barrio donde crecí había un tocayo que no solamente tenía mi primer y segundo nombres, sino también mis dos apellidos — y el tipo no me caía muy bien, por copista. Lo que sí me pareció extraño –además de la casi idéntica dirección electrónica de este nuevo homónimo– es que él también estuviese picado por el virus de la escritura. Me puse a investigarlo. Encontré un par de artículos en la prensa hondureña y vi los títulos de algunos libros por ahí. Supe que su profunda aficción es por los libros infantiles. Al fin, le escribí. Hará años de eso. Desde entonces el doctor Víctor Manuel Ramos y yo, que no soy doctor de nada, llevamos una correspondencia esporádica y amistosa. Tenemos un pacto: yo le paso sus correos desviados y él me pasa los míos. Hemos decidido compartir el nombre. En todo esto no le había leído, hasta que hace poco intercambiamos libros. Creo que él salió perdiendo en esa transacción. Yo le envié mi «Morirsoñando» y él…

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Escritores, entre comillas.

Hace varios años fui a una conferencia de escritores en Manhattan, cargado de dudas sobre mi derecho a participar. Es que no acepto del todo el título de escritor, aunque escriba todos los días y sean las letras las que paguen mis cuentas. Mucha de esta inseguridad surge de una suposición mía. Creo que escribir es un asunto opcional y que puedo, si así lo decido, dedicarme a vender frutas en alguna esquina y nunca más plasmar una idea. Pero siempre termino haciéndolo. Me escondía bajo un alero, esperando a que se disipara la lluvia y que abrieran la puerta de aquella especie de castillo medieval que era la escuela adonde nos reuniríamos. En eso llegó otro. Lo reconocí como el tipo-escritor: traía jeans negros, chaqueta de cuero sobre una camiseta, el pelo sin peinar y esa especie de grandeza ensayada. Se presentó como un escritor y me preguntó si esperaba para la conferencia. Entonces me miró: yo venía de la oficina, con el uniforme de pantalones caqui, camisa azul celeste y corbata de un día de entrevistas y reuniones. Parecía un contador, un trabajador de recursos humanos, un vendedor de zapatos; cualquier oficinista alejado del mundo de las letras. –¿Eres escritor? — me preguntó. Yo noté la ciudad, su movimiento perpetuo y la lluvia: ese palpitar que podría describirse de tantas maneras en un texto. No quise comprometerme con una respuesta. –Más o menos — contesté. –¿Más o menos? El gran portón de madera se abrió y una mujer…

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Los emigrantes del siglo.

Acababa yo de llegar a Nueva York cuando cayó en mis manos un librito. Era una colección de poesías escritas por dominicanos en esa ciudad, titulada: «Poemas del exilio y de otras inquietudes». Leí esta antología, editada por Daisy Cocco de Filippis y Emma Jane Robinett, para apaciguar el tedio de esas primeras semanas de desplazamiento; nada más. Desde entonces no suelto el libro. Se ha mudado conmigo a varios edificios de Nueva York y luego hacia el sur del país. Ello se debe mayormente a una sola poesía. Como sucede con los amores, me gustaron varias de las que se incluyeron en la antología, pero me cautivó una sóla. Se llama «Los emigrantes del siglo», una elegía de Héctor Rivera a todos los dominicanos que, “documentados de soledades”, atravesaron el océano rumbo a Nueva York. Es poco lo que puedo decir de Rivera. Sé que nació en Yamasá, República Dominicana, en 1957, y que murió, relativamente joven, en Nueva York el 24 de julio de 2005, postrado ante un cáncer. Sé que estudió en las universidades públicas de la ciudad y que era padre de familia. En la antología, que se publicó a finales de los ochenta, se le describió como parte de “un grupo de poetas jóvenes… que lucha no sólo por la supervivencia económica sino también por educarse”. Sé que su poema a los emigrantes me pareció, y me sigue pareciendo, uno de los mejores retratos poéticos del destierro dominicano. Y me consta que no soy el…

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No tener tiempo.

Estaba yo en una entrevista de trabajo ante el editor de uno de los diarios metropolitanos de mayor circulación de Estados Unidos. Llegar hasta su oficina era de por sí un triunfo que obtuve gracias a algunos años como periodista itinerante. Había conocido gente que conocía a gente y ya me desempeñaba como periodista de crimen en la ciudad de Nueva York. Me cuestionaba qué hacer con esta necesidad que sentía de escribir. Llegué a las oficinas del periódico, enfundado en el único traje que tenía, demasiado brilloso para el gusto de una redacción. Lo había comprado en el mercado negro del barrio chino por cincuenta dólares y no me daba cuenta hasta ese momento de que, aunque era negro y de corte conservador, sus rayas de canquiña lo hacían más acorde para un mago que para un hombre serio. Una secretaria que era mayor de edad, pero de pelo suelto y rebelde me pidió que me sentara fuera de la pared de vidrio que encerraba la oficina de aquel editor, cuyo nombre me reservo. Alrededor mío había cajas que exhalaban ese adictivo olor a libro nuevo. La secretaria notó mi curiosidad y me dijo que era la última novela de aquel editor. Estaban allí para que él las dedicara. Aquel hombre de barba rojiza y barriga cervecera se acercó y me saludó enérgicamente, invitándome a su oficina. Tropecé con otras cajas de libros camino a la única silla que podía ocupar. Le felicité por la publicación y él me…

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