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Categoría: literatura

Odiseo

No hay que leer los veinticuatro cantos del poema clásico griego para saber qué es una odisea. Ni siquiera hay que conocer que existe esa obra de Homero para entender el término, aceptado en los diccionarios de los idiomas de Occidente, como un viaje literal o figurado que evoca exploración, aventura y conquista.

Yo conocía la Odisea por las versiones resumidas que se citaban en estudios secundarios y universitarios y uno que otro fragmento que había leído aquí o allá como la historia de un viaje heroico en que su protagonista se sobreponía a obstáculos fantásticos para regresar al hogar.

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Buscando finales felices

Puede un hombre que haya sufrido las aventuras de un caballero triste entregarse aún a las más quijotescas aventuras con conocimiento de causa de la mofa que recibirá y del final patético que le espera. Puede una mujer que haya muerto dos veces, una arrojándose a las vías con Anna Karenina y la otra con el trago amargo de Emma Bovary, entregarse con toda pasión a la intimidad más arriesgada. Siguen saliendo hombres tras la caza de la ballena de Moby Dick o el marlin que el viejo Santiago ató a su bote, a saber de que sería carne para tiburones.

Y siguen muchos enamorados sin voluntad gritando a la maga, perdidos en sus laberintos de memorias y palabras sin trama. Otros luchando toda una vida para comprar aquella propiedad cerca de la bahía y ver la luz verde al otro lado del agua, muy cerca pero siempre inalcanzable en otros sentidos: porque la luz no se puede capturar; por eso.

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Eileen Chang y la “irrazonable realidad”

En un período en que no podía viajar a ninguna parte, yo caminaba por las calles de Hong Kong en una tarde de primavera en que ciertas azaleas apasionadas asaltaban los sentidos con su rojiza intensidad, “quemándolo todo”.

De pronto me adentraba en un mundo antiguo y nuevo a la vez, otro presente trastocado por el rumor de una guerra y una realidad que existía en la incertidumbre de la influencia colonial.

Caminaba yo tras los pasos de una muchacha de provincia que buscaba un mejor presente bajo el auspicio de una tía, y el personaje me llevaba hacia el interior de una casa, donde abría un armario y descubría como seguía existiendo en su contenido la China de otros tiempos a la sombra del progreso.

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Las campanadas de Notre Dame

Dirán muchos que la gracia de leer una buena obra de ficción es que, a pesar de las terribles vicisitudes que enfrentan los héroes de una historia, el final restaura el orden y salva la ilusión que tanto deseamos los mortales: y fueron felices y comieron perdices. Esa es por lo menos la estructura en trama tras trama de las comedias livianas que favorece nuestra época, historias en las que todo estará bien. Esa no era para nada la idea que tenía en mente Víctor Hugo al escribir Notre-Dame de Paris.

Lo que Hugo tramaba cuando a sus veintiséis años se encerró con un tintero a escribir esta novela era una tragedia, aunque su voz narradora, hacia el final del libro, desestima el género como “el propósito más vano de todos”. ¿Una de sus estratagemas de escritor, quizás?

Yo terminé el año que acaba de concluir apurado en hora tras hora de lectura tratando de llegar al final de esta ficción que al principio me pareció pesada y difícil de leer y luego se volvió fastidiosa y hasta odiosa, cuando llevaba cientos de páginas dobladas y no llegábamos al meollo de la cuestión. Pero la última cuarta parte de esta novela fue otra cosa, porque lo toma a uno por asalto después de haber tendido trampa tras trampa en las primeras partes del texto para hacer eso posible. Hay que tener paciencia para saber sufrir este libro.

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Anna Karenina, o el triunfo de la desilusión

Contaba mi abuela que quien leyera la Biblia entera se volvería loco, y creo que se puede decir lo mismo de una novela de Leo Tolstói (o Leo Tolstoy, en su forma inglesa).

Este año empecé de nuevo desde las primeras páginas de Anna Karenina, que por lo menos en mi edición es un novelón de más de 800 páginas, y llegué al final a través del encerramiento de la primavera y los meses de pandemia por venir, según las variadas opciones de entretenimiento fuera de casa fueron clausuradas. Este fue un año que se prestó a estas largas ficciones del siglo diecinueve.

El conde Lev Nikoláyevich Tolstói  —ese era su nombre y en honor al estilo ruso habría que decirlo completo en segundas y terceras referencias, aunque sea para confundir— también se perdió y quizás enloqueció un poco escribiendo esta y otras novelas realistas.

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