“Yo siempre he sostenido que la tarea del escritor no es misteriosa ni trágica, sino que, por lo menos la del poeta, es una tarea personal, de beneficio público. Lo más parecido a la poesía es un pan o un plato de cerámica, o una madera tiernamente labrada, aunque sea por torpes manos”. –Pablo Neruda. Una de mis primeras experiencias con el fenómeno de los escritores que se publican a sí mismos se dio cuando empezaba mi carrera periodística y andaba de asignación por la Roosevelt Avenue en el Queens hispano de Nueva York. Hacía una de esas encuestas informales en las que repetíamos la misma pregunta sobre algún tema latinoamericano a unas diez personas, les tomábamos fotos y luego publicábamos una selección en el diario del siguiente día. Rara vez los encuestados sabían de qué hablaban. Cuando uno se encontraba con un transeúnte informado dedicaba más tiempo a la conversación. En esta ocasión fue un hombre de barba, bigote y pelo largo –todo un Jesucristo de lentes y baja estatura– que acababa de salir de una bodega vulgar en una esquina cualquiera. Pero el tipo hablaba de manera coherente y en oraciones completas. Le pregunté a qué se debía que estuviera tan bien informado. Su respuesta: “Soy un escritor.” Esto dio pie a que él me contara de sus escritos y a que me pidiera que, de ser posible, los mencionara en mi artículo. Quería publicidad. Antes de que le pudiera decir que no, desapareció de mi vista diciendo…
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Pocos saben quién fue Ricardo Eliecer Neftalí Reyes, pero muchos más reconocen a Pablo Neruda. Era el mismo escritor chileno, recurriendo al pseudónimo para ocultarse y revelarse a la vez. Igual que lo hizo Mark Twain, el satirista estadounidense cuyo nombre de pila era Samuel Langhorne Clemens. O como George Sand, la novelista francesa que cambió Amantine Aurore Lucile Dupin por ese mote masculino en una época que no favorecía a las mujeres. Tal y como Toni Morrison sirvió de alias a Chloe Anthony Wofford. Podría citarse muchos más para decir lo obvio: Muchos escritores han sentido la necesidad de crear una identidad narrativa que les permitiera una expresión más libre. Así, Lucía de María del Perpetuo Socorro se convirtió en Gabriela Mistral. O Marie-Henri Beyle se resumió con un simple Stendhal; tal como Voltaire prefirió una sola palabra al nombre heredado de François-Marie Arouet. Hubo escritores y artistas que se disiparon desconocidos, con todo y sus nombres creados. Más que pseudónimos, que literalmente significa “nombres falsos,” hablamos de lo que los franceses denominaron “nom de guerre” y que los ingleses cambiaron a “nom de plume”. No se trata de engaño, sino más bien del trascender simbólico de la propia personalidad. Además, no es nada curioso que alguien que tenga como instrumento las palabras dé cierta importancia a las que se convertirían en representación de su obra. Hay muchas consideraciones que favorecen o contradicen este anonimato. El autor que usa pseudónimo renuncia a una parte de sí mismo para forjar…
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