Press "Enter" to skip to content

Categoría: pintura

En Coyoacán, una vida más dulce

Apenas rayaba el nuevo día y un sol acaramelado se asomaba por las grietas de las paredes que dividían las propiedades. La barrendera municipal estaba haciendo una escoba de ramas secas para limpiar el cemento del parque. Se oía el ronquido de los escapes de vehículos que llegaban con sus cargas al mercado municipal de Coyoacán.

Un hombre cuyo sombrero le tapaba la cara acababa de sentarse en la orilla de la banqueta, donde abrió la bolsa que traía un contenedor de plástico para exhibir unos rojizos chapulines fritos que vendía en vasos desechables. Después, me dije.

Entré y me asaltó el olor a frutas maduras de los puestos que estallaban en colores vivos: mangos ataulfos, mandarinas clementinas, nectarinas de pulpa blanca, sandías tan rojas como flores, mamones, papayas, cerezas y duraznos. Antes de que yo emergiera de la inundación de mis sentidos, una señora diminuta me agarró del antebrazo y no me dejó dar un paso más sin venir a mirar su mostrador; iba prendida de mí y no se iba a soltar. Pensé que era muy temprano para comer frutas y se lo dije, pero ella no hizo caso y empezó a cortar pedazos de esta y aquella, y a dármelas.

¿Has probado el durazno, príncipe? – me preguntó, y yo mirándola, noté sus ojos oscuros pero brillosos, las huellas de su rostro, su herencia ancestral, e iba a decir que sí, que eran lo que llamábamos “melocotones,” pero ella ya me había puesto un pedazo en la mano y me incitaba a probar. Sentí la fruta desmoronarse en mi boca.

1 comentario

“El más hermoso de los hijos de los hombres”

He venido desde bastante lejos para encontrarme frente a este lienzo de José de Ribera en que un hombre de túnica roja emerge del tenebrismo hacia una luz acaramelada, sus dedos índice, pulgar y medio apuntando hacia arriba en aparente gesto de bendición.

Es una representación de El Salvador que data del año 1630 y me encuentro en el Museo del Prado de Madrid, mi primera visita a esta ciudad y país.

Normalmente cuando entro a los museos me atraen representaciones más seculares, pero en este recorrido parece inevitable pasar por estas pinturas que representan escenas bíblicas y habitantes del olimpo eclesiástico antes de llegar al santuario de otras colecciones que me son más cercanas. Y esta representación de Jesús como redentor es la que hace que me detenga, no por asunto de devoción sino por lo que veo en su rostro: Este hombre mira hacia el vacío, como si esquivara la mirada, y sus ojos desiguales parecen transmitir duda, vergüenza o tristeza; es un salvador que necesita que alguien lo salve.

5 comentarios

No todas las gordas son iguales.

Uno ve una gorda del colombiano Fernando Botero y reconoce en ella una apreciación voluptuosa y erótica que trasciende a las primeras impresiones. Él las humaniza más allá de la distorsión física y los pliegos de celulitis — y humanizándolas a ellas humaniza al espectador que se ve forzado a examinar sus impresiones. Yo esperaba una experiencia similar cuando empecé a leer “El susurro de la mujer ballena”, una novela del peruano Alonso Cueto que debió delatarse por su título. Pero esta trama, que involucra la reaparición de una amiga obesa en la vida de una mujer esbelta y de carrera exitosa, trae una apreciación de la mujer gorda que no difiere a la predominante antes de que apareciera el nuevo esquema de Botero. Cueto nos presenta a la mujer gorda en toda su aberración: fea, pesada, resentida, antisocial y amenazante. El lenguaje desapegado que me pareció genial en “La hora azul”, su otra novela sobre las reverberaciones de una época oscura en el Perú, parece un examen quirúrgico, despiadado y doloroso en esta narración. Tal vez es culpa de Botero, pero yo esperaba un viaje distinto a la interioridad de la gordura, ese testimonio aparente de los excesos de nuestra época. (Fotografía es cortesía de El Tecnorrante) Gracias por visitar Libro Abierto. Para subscribirse a futuras publicaciones, escríbanos a libroabierto@vmramos.com.

Dejar un comentario