“Ángel de mi guarda, mi dulce compañíano me desampares ni de noche ni de día”. Oración católica. Hay libros a los que uno se acerca con sus dudas, como si mordieran. Yo le temí a «Dulce compañía», una novela de la autora Laura Restrepo. Y le temí por dos razones que tal vez parezcan descabelladas a los lectores más expertos. Primero, porque leí «Delirio», otro libro de la misma autora colombiana que me causó un dolor de cabeza por sus dificultades narrativas. Detesto esos libros que son difíciles a propósito. La segunda razón, y esta es la más risible, fue que tuve la impresión de que este otro libro sería lo contrario: demasiado fácil. No me gustan los extremos en estos sentidos. Los escritos muy difíciles me parecen arrogantes, aunque muchas veces me ha sorprendido Jorge Luis Borges al demostrarme que la dificultad que yo esperaba en alguno de sus cuentos era imaginaria, como su narración. Los escritos muy fáciles me parecen perezosos: ese tipo de páginas que se disuelven en el aire una vez leídas y no dicen absolutamente nada que se quede con nosotros. Me gustan los libros medios, pero no mediocres, que me reten sin ser aburridos. Que se dejen leer, pero que me obliguen a confrontar los temas que proponen. Así me acerqué a «Dulce compañía», marcado por las dudas. Y, hasta cierto punto, tenía razón: El libro es fácil, pero no simple. Me adentré en su trama con ganas de criticarlo y terminé disfrutándolo. Para…
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De pintura sé poco. Mas no se necesita técnica para reconocer lo extraordinario. Lo experimenté hace poco, cuando cayó en mis manos un libro, que probablemente es un texto educativo para clases básicas de artes plásticas. Trata del pintor Rembrandt Harmenszoon van Rijn. Mejor conocido como Rembrandt. El tratado es un compendio a manera de introducción, escrito por Kenneth Clark. Había visto obras de Rembrandt. Casi todos le conocemos, aunque no lo sepamos. Las imágenes que él materializó de entre sombras y luces son parte de la conciencia de la humanidad. Pero no es lo mismo conocerlas de paso que detenerse ante los ojos del artista en sus autorretratos. O descubrir el detalle que se oculta en las sombras de alguna escena. O espiar aquella mujer que –siglos después– todavía se baña. La maestría con que plasmaba los rostros, sin ningún juicio moralista que ahora pudiera resultar anticuado, supera en pasión a la fotografía. Pero hay algo más. Es como una aceptación de que se está de paso por la vida. Uno está ante un genio. Gracias por visitar Libro Abierto. Para subscribirse a futuras publicaciones, escríbanos a libroabierto@vmramos.com.
3 comentariosUn librero viudo lleva a su hijo de diez años al “Cementerio de los Libros Olvidados”, una especie de mausoleo de libros, donde le encomienda la extraña labor de adoptar un libro, “asegurándose de que nunca desaparezca”. El comienzo de la novela «La sombra del viento», del español Carlos Ruiz Zafón, promete una aventura literaria, envuelta en el misterio de las obras y los autores que nunca llegan al éxito de ventas. Deja en el aire una sombra de misterio que bien puede aludir al título, porque se sabe que detrás de la adopción de ese libro habrá otras historias y se percibe de trasfondo el ambiente enrarecido de una Barcelona al borde de la guerra civil española. A partir de ahí, la novela se desenlaza a varios niveles a la par del desarrollo de aquel niño, Daniel Sempere. El misterio del libro que Daniel adopta –una novela casi extinta de un tal Julián Carax– termina por embargarlo todo con su aire trágico. Daniel, un adolescente inverosímil por su promiscuidad intelectual, se lanza a la búsqueda de Carax, que aparentemente desapareció de la faz de la tierra. Pronto descubre que así como él se propone salvar el libro, hay quien quiere deshacerse para siempre de él y cualquier rastro de su autor. Es una novela de intriga literaria, que revela algo sobre el valor de la literatura. Condena, de paso, la crueldad humana. “Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma,” le dice el padre de Daniel cuando lo lleva…
15 comentariosEl momento mágico llega durante una excursión a la playa en la que los niños descubren el placer de la arena, el viento salado y las olas por vez primera. Avijit, uno de ellos, toma un cubo y lo llena del líquido salino, que derrama con una mano mientras toma una fotografía con el caño en perspectiva y la playa en trasfondo. Es parte de una película que ganó el honor de mejor documental en los premios Oscar y que encontré por casualidad, como siempre. Me interesé en ella porque leía, a sugerencia de un amigo, la novela «La canción de Kali» («Song of Kali») de Dan Simmons, que se desarrolla en Calcuta, ciudad que el narrador describe como uno de esos lugares que “son demasiado perversos para que se tolere su existencia”. «Born into Brothels» (o «Nacidos en los burdeles»), como se llama el documental, es también otro testamento de esa Calcuta que necesitaba de la Madre Teresa, esa “miasma” de ciudad en la que se enredan los personajes de Simmons. La película se enfoca en el distrito de las luces rojas donde abunda la prostitución y la más fétida de las pobrezas. Entre esos callejones de maldición habitan niños y niñas que cohabitan con la corrupción. Hasta allí llegó la fotógrafa Zana Briski, y luego del cineasta Ross Kauffman, a explorar una desesperanza más negra que un pantano — descubriendo en ella, sin embargo, una posibilidad, aunque mínima y tardía, de redención por el arte. Es un documental…
4 comentariosAlberto Pancorbo describe su estilo de pintura como “un realismo romántico y fantástico”, aunque yo diría que la imagen de una mujer que a la vez es puerta cerrada y hendidura de madera no es ni real ni romántica ni fantástica. Es, más bien, simbólica. Cierto, los cuerpos que Pancorbo pinta parecen hechos de carnes, tendones, tejidos y huesos, pero ese fisicalismo no es más que un punto de partida para representar lo irrepresentable — aquello que no se mira, pero ciertamente se ve. Y como cualquier simbolismo, el lenguaje pictórico de Pancorbo es arbitrario. Contiene su propia gramática de formas y colores. Hay varios patrones en sus cuadros: la desnudez que hace a sus sujetos vulnerables; los laberintos que expresan la enajenación; los horizontes trastocados que aluden a un mundo inventado; las aves que delatan alguna suerte de espíritu; y las puertas que a veces aparecen cerradas, pero que como puertas al fin son susceptibles de abrirse. Este ambiente enrarecido no es realidad, sino visión de un mundo en que el ser humano todavía no encuentra su lugar. Él mismo lo dice en una breve semblanza que aparece en su sitio: “Un visitante al laberinto de la imaginación de Alberto Pancorbo es confrontado a cada vuelta con símbolos tanto antiguos como modernos. Aluden a la existencia humana, a la lucha, y frecuentemente, a la insensitividad humana hacia el mundo”. Esa visión, o su contraste, es probablemente lo que me atrajo a sus pinturas y me llevó hasta el punto…
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