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Buscando finales felices

Puede un hombre que haya sufrido las aventuras de un caballero triste entregarse aún a las más quijotescas aventuras con conocimiento de causa de la mofa que recibirá y del final patético que le espera. Puede una mujer que haya muerto dos veces, una arrojándose a las vías con Anna Karenina y la otra con el trago amargo de Emma Bovary, entregarse con toda pasión a la intimidad más arriesgada. Siguen saliendo hombres tras la caza de la ballena de Moby Dick o el marlin que el viejo Santiago ató a su bote, a saber de que sería carne para tiburones.

Y siguen muchos enamorados sin voluntad gritando a la maga, perdidos en sus laberintos de memorias y palabras sin trama. Otros luchando toda una vida para comprar aquella propiedad cerca de la bahía y ver la luz verde al otro lado del agua, muy cerca pero siempre inalcanzable en otros sentidos: porque la luz no se puede capturar; por eso.

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Eileen Chang y la “irrazonable realidad”

En un período en que no podía viajar a ninguna parte, yo caminaba por las calles de Hong Kong en una tarde de primavera en que ciertas azaleas apasionadas asaltaban los sentidos con su rojiza intensidad, “quemándolo todo”.

De pronto me adentraba en un mundo antiguo y nuevo a la vez, otro presente trastocado por el rumor de una guerra y una realidad que existía en la incertidumbre de la influencia colonial.

Caminaba yo tras los pasos de una muchacha de provincia que buscaba un mejor presente bajo el auspicio de una tía, y el personaje me llevaba hacia el interior de una casa, donde abría un armario y descubría como seguía existiendo en su contenido la China de otros tiempos a la sombra del progreso.

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Las campanadas de Notre Dame

Dirán muchos que la gracia de leer una buena obra de ficción es que, a pesar de las terribles vicisitudes que enfrentan los héroes de una historia, el final restaura el orden y salva la ilusión que tanto deseamos los mortales: y fueron felices y comieron perdices. Esa es por lo menos la estructura en trama tras trama de las comedias livianas que favorece nuestra época, historias en las que todo estará bien. Esa no era para nada la idea que tenía en mente Víctor Hugo al escribir Notre-Dame de Paris.

Lo que Hugo tramaba cuando a sus veintiséis años se encerró con un tintero a escribir esta novela era una tragedia, aunque su voz narradora, hacia el final del libro, desestima el género como “el propósito más vano de todos”. ¿Una de sus estratagemas de escritor, quizás?

Yo terminé el año que acaba de concluir apurado en hora tras hora de lectura tratando de llegar al final de esta ficción que al principio me pareció pesada y difícil de leer y luego se volvió fastidiosa y hasta odiosa, cuando llevaba cientos de páginas dobladas y no llegábamos al meollo de la cuestión. Pero la última cuarta parte de esta novela fue otra cosa, porque lo toma a uno por asalto después de haber tendido trampa tras trampa en las primeras partes del texto para hacer eso posible. Hay que tener paciencia para saber sufrir este libro.

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Escena de terror

El hombre se levanta en esas horas de la mañana en que se oyen los insectos silbar en la oscuridad del patio. Un golpe de vergüenza anuda su garganta porque se ha dado cuenta, su subconsciente se lo ha dicho. Se le ha escapado un error.

Inmediatamente salta de la cama, abre su procesador de palabras y borra la ese que no pertenece, pero piensa en las seis personas que han visto la letra desnuda y curvada y en las quince más que notarán su indecencia, y siente su mundo colapsar, porque qué es él sino un hacedor de la nada. ¿Y cómo se sentiría un escultor si despertara de un sueño inquieto para recordar que el busto que terminó tiene una ceja de más? ¡Qué rostro de espanto! ¿Cómo es que después de tantas horas, días, meses y años le puede suceder eso? ¿Cómo es que su mente lo traiciona?

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Diapositivas

Un hombre de bigote grande, su espalda y pecho desnudos, tuerce el cuerpo para mirar desde abajo del capó y sonreír. Está reparando uno de esos carros de cuerpos musculosos que parecen lanchas con luces.

Luego aparece con el mismo bigote, vestido de traje gris y bajo una lluvia de arroz mientras desciende por la escalinata de una iglesia. La novia parece un espejismo tras el velo que flota en la brisa. Muchos dientes; se ven muchos dientes.

No sabemos si años o meses después, el hombre sostiene una bebé como quien muestra un trofeo. Hay en él algo de conflicto, una preocupación quizás, una duda en el ceño fruncido. La escena se repite, aunque el rostro se relaja, se resigna más bien, dos, tres, cuatro veces en otras habitaciones de hospital, y todas son niñas. Luego está sobre un bote, entre una enredadera de líneas de pesca, con dos de esas niñas, de pelo claro como su madre. Y sentado en una banqueta con todas ellas, que comen helado; él viste de playera y sostiene una cerveza en la mano.

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