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“El más hermoso de los hijos de los hombres”

He venido desde bastante lejos para encontrarme frente a este lienzo de José de Ribera en que un hombre de túnica roja emerge del tenebrismo hacia una luz acaramelada, sus dedos índice, pulgar y medio apuntando hacia arriba en aparente gesto de bendición.

Es una representación de El Salvador que data del año 1630 y me encuentro en el Museo del Prado de Madrid, mi primera visita a esta ciudad y país.

Normalmente cuando entro a los museos me atraen representaciones más seculares, pero en este recorrido parece inevitable pasar por estas pinturas que representan escenas bíblicas y habitantes del olimpo eclesiástico antes de llegar al santuario de otras colecciones que me son más cercanas. Y esta representación de Jesús como redentor es la que hace que me detenga, no por asunto de devoción sino por lo que veo en su rostro: Este hombre mira hacia el vacío, como si esquivara la mirada, y sus ojos desiguales parecen transmitir duda, vergüenza o tristeza; es un salvador que necesita que alguien lo salve.

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Anna Karenina, o el triunfo de la desilusión

Contaba mi abuela que quien leyera la Biblia entera se volvería loco, y creo que se puede decir lo mismo de una novela de Leo Tolstói (o Leo Tolstoy, en su forma inglesa).

Este año empecé de nuevo desde las primeras páginas de Anna Karenina, que por lo menos en mi edición es un novelón de más de 800 páginas, y llegué al final a través del encerramiento de la primavera y los meses de pandemia por venir, según las variadas opciones de entretenimiento fuera de casa fueron clausuradas. Este fue un año que se prestó a estas largas ficciones del siglo diecinueve.

El conde Lev Nikoláyevich Tolstói  —ese era su nombre y en honor al estilo ruso habría que decirlo completo en segundas y terceras referencias, aunque sea para confundir— también se perdió y quizás enloqueció un poco escribiendo esta y otras novelas realistas.

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La invención de Morel: el tedio y la duda del encierro

Buscaba en los días de cuarentena del coronavirus un lugar donde estacionar mi mente en el fastidio de noches en que la casa iba de ser lugar de trabajo a lugar de descanso, a lugar de recreo, a lugar de trabajo, cuando tomé un libro al azar de la pila sin leer. De pronto estuve en una isla con un hombre que se escondía “en los bajos del sur, entre plantas acuáticas, indignado por los mosquitos, con el mar o sucios arroyos hasta la cintura”.

Este hilo narrativo prometía el tipo de escape que buscaba después de ver las mismas paredes, día y noche, noche y día. 

Estaba leyendo La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, un autor de quien sabía vagamente por su conexión con Jorge Luis Borges y cuyo libro tenía en lista sin ninguna urgencia. Había llegado el momento apropiado para esta historia que no me prometía mucho más que entretenimiento, un hombre “condenado injustamente” se ocultaba en una isla que ni siquiera él mismo conocía muy bien: “Creo que esta isla se llama Villings y que pertenece al archipiélago de Las Ellice”, decía en una parte.

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Rilke sobre los rieles

Sentarse en el tren con demasiados pensamientos en la cabeza y ceder, palabra por palabra, a las imágenes tan simples que parecen ciertas de una poesía. Allá a lo lejos espera la muerte al final de un túnel. O eso dicen. El que escribe propone dedicar su vida al deseo y a protestar el dolor, y el que lee se da cuenta que de ninguna otra cosa trata todo lo que se ha escrito hasta entonces. Ni lo que se escribirá. Está enganchado. Este no entiende esta musicalidad, traducida del alemán de Rainer Maria Rilke, porque parece una serie de notas que existen aparte y que se suceden como una simple enumeración de cosas, sin que una expresión tenga que ver con la otra. El conjunto tiene una coherencia que se recibe a pesar de la traducción y sus vueltas. Estos son poemas viejos, antiguos, prehistóricos. Preceden la existencia del lector, y, más allá, la del poeta. Estoy leyendo en inglés, una traducción de Herter Norton, pero luego encuentro esta versión en español, muy diferente a la re-traducción literal que a mí se me ocurría. Otra vez huele el bosque,se ciernen las alondras, elevándosecon el cielo, que estaba pesado en nuestros hombros;cierto es que se veía por las ramas el díaqué vacío que estaba;pero tras de lluviosas tardes largasvienen las horas nuevas,soleadas de oro,huyendo de las cuales, en fachadas lejanas,todas las desgarradasventanas temerosas agitan sus batientes. El tren ha llegado a la estación de la avenida Jamaica en Queens, y…

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Mareados sobre el Malcolm de Cortázar

La novela Los premios empieza con una promesa de trama, un viaje en el que un grupo de extraños abordará un crucero con destino incierto tras ganar un premio auspiciado por el gobierno. Podría pensar el lector en cualquier tipo de aventura que sucederá en ese trayecto, pero con cada página leída se va uno dando cuenta de que este barco no va para ninguna parte, aunque ya es muy tarde para regresar. No estamos hablando de cualquier escritor, sino de una de las lumbreras de la literatura latinoamericana (y de más allá) y cabe sospechar que no fue falta de dominio del oficio de escribir que llevó a Julio Cortázar a emprender un viaje sin destino en el que la falta de sucesos se convierte en el principal hecho, algo así como el motor de la no-acción. Los premios fue su primera novela publicada por allá en 1960. No lo niego. Maldije la hora en que me puse a leerla, porque esta novela era una trampa. Como señalé antes, era muy tarde, demasiado tarde, para dar marcha atrás cuando me di cuenta de que no pasaba nada y que el final no traería gran revelación. Esta era una excursión ficticia que se emprende en grupo donde después de escalar más de la mitad de una montaña, o en este caso navegar más de la mitad del viaje por un mar monótono, uno sabe que el regreso sería más tedioso (e incluso humillante) que proceder, aguantar y desembocar en mala…

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