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Libro Abierto Artículos

Claroscuro: cara a cara a Rembrandt.

De pintura sé poco. Mas no se necesita técnica para reconocer lo extraordinario. Lo experimenté hace poco, cuando cayó en mis manos un libro, que probablemente es un texto educativo para clases básicas de artes plásticas. Trata del pintor Rembrandt Harmenszoon van Rijn. Mejor conocido como Rembrandt. El tratado es un compendio a manera de introducción, escrito por Kenneth Clark. Había visto obras de Rembrandt. Casi todos le conocemos, aunque no lo sepamos. Las imágenes que él materializó de entre sombras y luces son parte de la conciencia de la humanidad. Pero no es lo mismo conocerlas de paso que detenerse ante los ojos del artista en sus autorretratos. O descubrir el detalle que se oculta en las sombras de alguna escena. O espiar aquella mujer que –siglos después– todavía se baña. La maestría con que plasmaba los rostros, sin ningún juicio moralista que ahora pudiera resultar anticuado, supera en pasión a la fotografía. Pero hay algo más. Es como una aceptación de que se está de paso por la vida. Uno está ante un genio. Gracias por visitar Libro Abierto. Para subscribirse a futuras publicaciones, escríbanos a libroabierto@vmramos.com.

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Once de septiembre: el vértigo de la cercanía.

La ciudad de Nueva York era mi hogar. Yo había caminado por el interior de esas torres. Me había sacado todas las pertenencias de los bolsillos para pasar por los detectores de metales, instalados a las entradas desde la bomba de 1993. Había tomado el ascensor hasta el piso ochenta y tantos. Había sentido, allí adentro, la inestabilidad de la altura. Alguna vez vi, desde una de esas oficinas, la silueta cortante de Nueva York. Sentí vértigo. Estuve también en el búnker de seguridad. Un huracán pasaba por la ciudad aquella tarde de domingo. Creo que era el Huracán Bertha. Las torres se sentían invencibles ante la lluvia y el viento. Creo que aquella vez escuché de alguien el estribillo popular de que las torres estaban hechas para sostener el impacto de un avión a reacción. Era el tipo de jactancia común a la ciudad: somos la ciudad más famosa del mundo; tenemos más rascacielos; tenemos el mejor sistema de trenes subterráneos; somos la capital del mundo; nunca dormimos; somos invencibles; somos, en fin, Nueva York. Esa fortaleza no era del todo cierta. Yo lo sabía. Cualquier neoyorquino lo sabía. Todos conocíamos la sensación de claustrofobia que nos asaltaba a veces — ya fuera al cruzar uno de los túneles subacuáticos; tal vez atrapados en tráfico sobre alguno de los grandes armazones de los puentes; o aperchados a la ventana de algún coloso de ladrillos y armazones metálicos. Una ciudad de esas proporciones se prestaba al desastre. Todos lo sabíamos.…

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El canto desgarrador de una sirena

Yo no creía en las sirenas, esos seres de pelo largo y desnudez que nadaban por los mares mitológicos. Yo no creía en las sirenas, hasta que oí una cantar. La encontré una tarde cualquiera entre el mar de sonoridad de la música internacional. Su voz, lejana y cercana a la vez, no mentía cuando se desgarraba en cantar que su alma sangraba por alguna herida profunda. Se llama Yasmin Levy y canta en un español desvirtuado por los siglos y la influencia hebrea. Pero esta cantante sefardí no necesita del perfeccionismo de la gramática ni de la pureza compulsiva del idioma académico para expresarse de una manera encantadora. Dice el mito de las sirenas que el canto de aquellos seres prodigiosos era tan poderoso que los navegantes las seguían hasta sumergirse en el fondo del mar. Eran como la voz de la muerte misma. Pero muerte bella. Así es la canción ladina de Levy. Da ganas de llorar. Al oirla, uno quiere deshacer los entuertos que se cometieron contra esos judíos que fueron expulsados una vez de España y Portugal, pero que se llevaron el romance dentro. Me gustan todas las canciones de su disco «La judería», desde su lamento gitano y despatriado hasta una de las versiones más embrujadas del himno latinoamericano que es «Gracias a la vida». En casi todas las canciones, Levy infunde significados que no están en las letras de las canciones. Pero es como si su voz se hubiera hecho para formular la pregunta…

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«La sombra del viento»: el alma de una novela.

Un librero viudo lleva a su hijo de diez años al “Cementerio de los Libros Olvidados”, una especie de mausoleo de libros, donde le encomienda la extraña labor de adoptar un libro, “asegurándose de que nunca desaparezca”. El comienzo de la novela «La sombra del viento», del español Carlos Ruiz Zafón, promete una aventura literaria, envuelta en el misterio de las obras y los autores que nunca llegan al éxito de ventas. Deja en el aire una sombra de misterio que bien puede aludir al título, porque se sabe que detrás de la adopción de ese libro habrá otras historias y se percibe de trasfondo el ambiente enrarecido de una Barcelona al borde de la guerra civil española. A partir de ahí, la novela se desenlaza a varios niveles a la par del desarrollo de aquel niño, Daniel Sempere. El misterio del libro que Daniel adopta –una novela casi extinta de un tal Julián Carax– termina por embargarlo todo con su aire trágico. Daniel, un adolescente inverosímil por su promiscuidad intelectual, se lanza a la búsqueda de Carax, que aparentemente desapareció de la faz de la tierra. Pronto descubre que así como él se propone salvar el libro, hay quien quiere deshacerse para siempre de él y cualquier rastro de su autor. Es una novela de intriga literaria, que revela algo sobre el valor de la literatura. Condena, de paso, la crueldad humana. “Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma,” le dice el padre de Daniel cuando lo lleva…

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Un lugar para ser humanos.

La poetisa Emma Lazarus imaginó un refugio para el mundo: un lugar en el que no importara el origen del ser humano. Ese lugar no sería el imperio que se basaría en las conquistas militaristas de antaño, sino en una compasión que trascendería los intereses de la comodidad y el poder. Eso lo plasmó ella en un poema, dedicado a la Estatua de la Libertad, aunque parece que es la estatua la que se dedica a esos versos. La estatua existe. El símbolo está allí, en el puerto de Nueva York. Yo mismo he visto sus dedos de cemento verde. Caminé por sus adentros hasta los predios de la antorcha. Recuerdo algo de la emoción con que José Martí, aquel otro gran poeta del mundo, relataba los hechos del veintiocho de octubre de mil ochocientos ochentiséis, cuando se inauguró la estatua. Leí ese ensayo periodístico una noche que, por causalidad y no casualidad, el avión en que regresaba a casa sobrevolaba la señora estatua. En él, Martí decía que aquellos que tienen la dicha de la libertad no la conocen y que todos tienen que dejar de hablar tanto de ella para conquistarla, porque es un bien que se pierde. Allí, más cerca de los dedos grandes de la estatua, leí otra tarde aquellos versos de Emma Lazarus, que aquí comparto, porque no tienen bandera ni tiempo. El nuevo coloso.Emma Lazarus. No como el broncíneo gigante de helénica fama,con sus conquistadores miembros de tierraa tierra encajados;aquí en nuestro crepúsculo del…

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