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Libro Abierto Artículos

Crítica de la tilde diacrítica

Acababa de terminar yo de revisar una colección de cuentos en español en que me aseguraba, entre otras cosas, de que las tildes estuvieran bien puestas, cuando me enteré por el titular que circuló en los medios de que la Real Academia de la Lengua Española despenalizaba el uso del acento diacrítico en palabras como el adverbio “sólo” y en los pronombres demostrativos.

Aquella noticia me hizo recordar conversaciones que tuve con otros que hilamos palabras y oraciones en la lengua de Cervantes, García Márquez, Fuentes y Cortázar (por poner algunos ejemplos) cuando se anunció el cambio de regla en 2010, unos que defendíamos el uso de esas tildes para distinguir entre distintos usos de la misma palabra y otros, los menos, que estaban a gusto con eliminarlas en esos casos.

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Las campanadas de Notre Dame

Dirán muchos que la gracia de leer una buena obra de ficción es que, a pesar de las terribles vicisitudes que enfrentan los héroes de una historia, el final restaura el orden y salva la ilusión que tanto deseamos los mortales: y fueron felices y comieron perdices. Esa es por lo menos la estructura en trama tras trama de las comedias livianas que favorece nuestra época, historias en las que todo estará bien. Esa no era para nada la idea que tenía en mente Víctor Hugo al escribir Notre-Dame de Paris.

Lo que Hugo tramaba cuando a sus veintiséis años se encerró con un tintero a escribir esta novela era una tragedia, aunque su voz narradora, hacia el final del libro, desestima el género como “el propósito más vano de todos”. ¿Una de sus estratagemas de escritor, quizás?

Yo terminé el año que acaba de concluir apurado en hora tras hora de lectura tratando de llegar al final de esta ficción que al principio me pareció pesada y difícil de leer y luego se volvió fastidiosa y hasta odiosa, cuando llevaba cientos de páginas dobladas y no llegábamos al meollo de la cuestión. Pero la última cuarta parte de esta novela fue otra cosa, porque lo toma a uno por asalto después de haber tendido trampa tras trampa en las primeras partes del texto para hacer eso posible. Hay que tener paciencia para saber sufrir este libro.

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Escena de terror

El hombre se levanta en esas horas de la mañana en que se oyen los insectos silbar en la oscuridad del patio. Un golpe de vergüenza anuda su garganta porque se ha dado cuenta, su subconsciente se lo ha dicho. Se le ha escapado un error.

Inmediatamente salta de la cama, abre su procesador de palabras y borra la ese que no pertenece, pero piensa en las seis personas que han visto la letra desnuda y curvada y en las quince más que notarán su indecencia, y siente su mundo colapsar, porque qué es él sino un hacedor de la nada. ¿Y cómo se sentiría un escultor si despertara de un sueño inquieto para recordar que el busto que terminó tiene una ceja de más? ¡Qué rostro de espanto! ¿Cómo es que después de tantas horas, días, meses y años le puede suceder eso? ¿Cómo es que su mente lo traiciona?

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Diapositivas

Un hombre de bigote grande, su espalda y pecho desnudos, tuerce el cuerpo para mirar desde abajo del capó y sonreír. Está reparando uno de esos carros de cuerpos musculosos que parecen lanchas con luces.

Luego aparece con el mismo bigote, vestido de traje gris y bajo una lluvia de arroz mientras desciende por la escalinata de una iglesia. La novia parece un espejismo tras el velo que flota en la brisa. Muchos dientes; se ven muchos dientes.

No sabemos si años o meses después, el hombre sostiene una bebé como quien muestra un trofeo. Hay en él algo de conflicto, una preocupación quizás, una duda en el ceño fruncido. La escena se repite, aunque el rostro se relaja, se resigna más bien, dos, tres, cuatro veces en otras habitaciones de hospital, y todas son niñas. Luego está sobre un bote, entre una enredadera de líneas de pesca, con dos de esas niñas, de pelo claro como su madre. Y sentado en una banqueta con todas ellas, que comen helado; él viste de playera y sostiene una cerveza en la mano.

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“El más hermoso de los hijos de los hombres”

He venido desde bastante lejos para encontrarme frente a este lienzo de José de Ribera en que un hombre de túnica roja emerge del tenebrismo hacia una luz acaramelada, sus dedos índice, pulgar y medio apuntando hacia arriba en aparente gesto de bendición.

Es una representación de El Salvador que data del año 1630 y me encuentro en el Museo del Prado de Madrid, mi primera visita a esta ciudad y país.

Normalmente cuando entro a los museos me atraen representaciones más seculares, pero en este recorrido parece inevitable pasar por estas pinturas que representan escenas bíblicas y habitantes del olimpo eclesiástico antes de llegar al santuario de otras colecciones que me son más cercanas. Y esta representación de Jesús como redentor es la que hace que me detenga, no por asunto de devoción sino por lo que veo en su rostro: Este hombre mira hacia el vacío, como si esquivara la mirada, y sus ojos desiguales parecen transmitir duda, vergüenza o tristeza; es un salvador que necesita que alguien lo salve.

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