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Libro Abierto Artículos

El don Quijote de todos

“Cuántas veces don Quijote, por esa misma llanura, en horas de desaliento así te miró pasar. Y cuántas veces te gritó ‘Hazme un sitio en tu montura y llévame a tu lugar, que yo también voy cargado de amargura y no puedo batallar’”. Joan Manuel Serrat, «Vencidos». En vista de que hacen cuatro siglos que se publicó «Don Quijote de la Mancha», me cuento entre aquellos que regresaron este mes a sus estantes de libros y desempolvaron sus ediciones de esta obra cumbre en que se cuentan las hazañas del ingenioso hidalgo. Por todas partes de la Hispania, que así le llamaré a la tierra literaria que conocemos desde la Tierra del Fuego hasta los barrios hispanos de Nueva York, se celebran reuniones, lecturas, presentaciones y congresos que hacen ecos a las celebraciones en España. Entre todos estos actos, incluyendo aquellos de elevados vuelos académicos, el más honesto, y a la vez el más revelador, es la lectura de la obra, ya sea por primera o sucesiva vez. Solamente así se descubre qué es lo que puede tener un relato que obviamente recorre los senderos de la ficción para que no solamente sobreviva a su autor, sino a los siglos, y así se convierta en un arquetipo de la experiencia humana. La gran novela española sobrevive, ya en todos los idiomas que tienen literatura, desde mil seiscientos cinco hasta dos mil cinco. Es porque Miguel de Cervantes Saavedra se conectó en aquella cárcel de Sevilla donde escribió con por lo…

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La mística de los escritores

Un escritor es alguien que sabe escribir y lo hace. Nada más. Pero en los medios literarios se trata a los autores consagrados como si fueran grandes guías de la humanidad, y semidioses de algún Olimpo desgraciado. Algunos genios habrá; otros escasamente serán estilistas, aunque están los que necesitarán ayuda siquiátrica. De los escritores, sin embargo, se vende una imagen, que la mayoría de las veces bordea en lo misticoide. Aparecen fotografiados en poses de profundo pensamiento, retorcidos casi como el hombre tieso de la escultura de Rodín, que una vez describiera Gabriela Mistral en su poesía: Con el mentón caído sobre la mano ruda el Pensador se acuerda que es carne de la huesa carne fatal, delante del destino desnuda, carne que odia la muerte, y tembló de belleza. Y en las entrevistas se les rinde pleitesía, y se les formulan preguntas grasosas, que a veces tienen muy poco que ver con los libros que escribieron: ¿cuál es para usted el significado de la vida? Así ganan los escritores un púlpito de roca, desde el que bien pueden exhibir sus egos de pedantes, lucir su erudición, o en raras ocasiones compartir los asuntos vitales que les mueven a la escritura. La mayoría lo que hace es pavonearse, presas de toda la alcahuetería que se forma alrededor de ellos. Mucha de la gente que devora libros se cree esa mística rara y trafica en historias oscuras sobre esos seres angustiados que enaltecen en sus mentes. Recuerdo alguna ocasión en que…

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El mundo termítico de los libros

“El miembro regular de un termitero nacía, crecía, se reproducía y roía hasta morirse. Algunas veces dejaba de roer tiempo antes de su muerte, pero este mismo hecho ocasionaba el fin de su vida pues al perder su dentición el comején estaba automáticamente condenado porque moría de hambre. En aquella sociedad se desconocían las leyes de la prolongación de la vida. Termita que moría, comida que quedaba para que otra la digiriera”. «Las termitas» (cuento), Gloria Chávez Vásquez, Nueva York, 1976. Sucede que las bibliotecas no son un santuario para todos los libros. Hay muchos que desaparecen para siempre de sus tramos y catálogos, como si jamás existieran. Hay otros que nunca llegan a las bibliotecas, víctimas de la selección natural de la que hablaba Darwin. El más popular vence y consigue un espacio en los anaqueles. De hecho, los bibliotecarios, náufragos en un mar de títulos, se subscriben a publicaciones que categorizan, describen y hasta clasifican en listas de popularidad a los últimos títulos de las editoriales. Significa esto que la mayoría de los compralibros accede a una misma base de conocimientos y que, por lo tanto, los catálogos de varias bibliotecas tienen más o menos los mismos contenidos. Ya se sabe, por ejemplo, de la infame lista que se publicó en norteamerica a final del siglo veinte para clasificar (quizás promocionar) las cien mejores novelas de toda la centuria. Muchos la criticaron, pero otros la imitaron y extendieron la clasificación más allá de los gustos norteamericanos para compilar…

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El espacio de la mente

En Nueva York prescindí de cualquier cosa que se llamara privacidad, porque carecía de dinero para comprarla. Viví con mi esposa y primer niño en un sótano de esos donde la sala era a la vez el comedor y la recámara. El baño era un estuche al lado de la cocina. Nuestra vista consistía de unas ventanillas rectangulares a la altura del cielo raso, desde donde divisábamos nada menos que los pies de los vecinos que frecuentaban los botes de basura. Recibíamos a las visitas allí, y lo único que dividía la cama y la cuna de los muebles de la sala eran unas finas cortinas que colgaban del techo. En tales condiciones escribí mis primeros cuentos, tecleándolos a veces en la intimidad de las noches mientras escuchaba en la otra esquina los ronquidos armónicos de mi esposa y bebé. Éramos felices, porque la felicidad solamente existe en el pretérito, cuando las inconveniencias del diario vivir han desaparecido como espejismo. Para cuando tuvimos el segundo niño mejoraban nuestras condiciones, porque teníamos ya una recámara al menos, donde los pequeños nos acompañaban, todavía cercanos a nuestro lecho marital. Recibíamos las visitas en una sala de veras y mi esposa preparaba los alimentos en cocina aparte, pero el escritorio seguía en la sala, como parte íntegra de nuestra vida social. O lo que quedaba de ella. Hubo madrugadas en las que me alumbraron los primeros rayos de la mañana pegado en el trance de la escritura. Ese horario me dejaba como un…

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La conciencia de escritor

Cuando busco entre los pasillos borrosos de la memoria, encuentro mi primera conciencia de escritor más o menos en el quinto grado de la escuela primaria.

La maestra de historia, que era la encargada de nuestro salón, nos explicaba que a partir de entonces los exámenes finales incluirían un requisito de composición.

Es decir, se esperaría que los estudiantes expusieran sus puntos de vista por escrito sobre un tema que se revelaría el mismo día del examen. Mis compañeros de clase reaccionaron a la noticia con un lamento colectivo. Yo, en cambio, me sentí seguro de que aquella sería la parte más fácil del examen. Y en ese momento supe que tenía una habilidad que no era demasiado común. Escribía con facilidad.

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