Retrato de Dostoyesky por Vasily Perov Salí varias veces a caminar por las calles de San Petersburgo en una noche calurosa de julio, siguiendo los pasos de un hombre joven con un objetivo siniestro. Se proponía matar a la prestamista de empeños para robarle y liberarse de sus miserias. Su nombre Rodion Romanovich Raskolnikov, un personaje de la imaginación del novelista ruso Fyodor Dostoyevsky en la consagrada novela “El crimen y el castigo”. Hace más de una década que leí por primera vez la traducción al inglés de Constance Garnett, una inglesa que se especializó en la ficción rusa de Dostoyevsky, Leo Tolstoy y Anton Chekhov. Fui a este libro porque, por lo menos en los círculos de lectores que conocía entonces, Dostoyevsky parecía estar de moda y quise conocer su prosa y adentrarme en el libro que reinició su trayecto literario después de una época de censura y prisión. Pero después del coqueteo de los primeros capítulos encontré a Dostoyevsky igual de pesado que a Tolstoy, aunque ahora comprendo que en ambos casos yo estaba leyendo a Garnett y ese inglés tal vez victoriano de sus años más prolíficos. Abandoné la lectura varias veces, hasta que llegó otro día más reciente en que la oscuridad del San Petersburgo ficticio de la segunda mitad del siglo diecinueve logró sostener mi atención. Aquella era una vida de perros para la burguesía (tan despreciada por la historia) retratada en el imaginario de Dostoyevski bajo la Rusia de los tsares: gente en constante…
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Leer es recrear lo escrito, sobre todo cuando se trata del lenguaje íntimo y muchas veces oscuro de la poesía. Por eso cuando uno lee y atribuye significados vale preguntarse si leyó lo que quiso decir la voz interna detrás de esas oraciones, o si leyó lo que uno quiso leer. Esto aún más cuando uno conoce a la persona que los escribió y esa lectura está marcada por la amistad.
Hace años que trato con Argénida Romero, aunque no creo que hayamos pisado el mismo pedazo de tierra a la vez. De alguna manera nos encontramos por esos senderos comunes de las letras y los medios y nos hicimos amigos, como se puede ser amigos a través de largas distancias.
1 comentarioEn los momentos difíciles mucha gente recurre a la oración, pero yo me refugio en la poesía. Es una práctica que adopté de casualidad por haberme cruzado más de una vez con algún verso que en ese momento correspondía a alguna inquietud que me agitaba. No sé cuando lo empecé a notar porque mi lectura de versos es mínima en comparación al tiempo dedicado a otros géneros, pero puedo decir que las palabras precisas de algún verso me han caído como un baño de agua fresca en lugares inesperados, caminando tal vez por una estación del subterráneo de Nueva York y encontrándome con uno de esos cárteles de la campaña de “poesía en movimiento” que hace un par de décadas inició alguna persona genial dentro de la autoridad de tránsito. Como estos versos de la estadounidense Tracy K. Smith, una poeta a la que hasta ese momento desconocía, pero cuyas palabras aparecían en el dorso de una MetroCard (la tarjeta que usan los neoyorquinos para pagar la tarifa de entrada a los trenes), y que yo mal traduzco aquí: Cuando algunas gentes hablan de dinero Hablan como si éste fuera un amante misterioso Que salió a comprar leche y nunca Regresó, y me hacen sentir nostalgia De los años en que yo vivía de pan y café, Hambrienta todo el tiempo, caminando a trabajar en días de pago Como una mujer viajando hacia el agua Desde una villa sin pozo, viviendo entonces Una o dos noches como todos los demás…
9 comentariosEl año antepasado publicó su libro de relatos Winterness y, como ya me lo había propuesto, bajé la versión digital en cuanto supe que estaba disponible. Me cayó bien tener el libro porque pasé varias horas del vórtice polar de estas semanas leyéndolo y riéndome con él de sus personajes, mayormente dominicanos, like you and me, my friend, viviendo en esta jodía nevera que llamamos Nueva York.
No es que los relatos de Juan Dicent — que también usa el seudónimo Dino Bonao — sean simples chistes ni mucho menos. Lo que pasa es que a veces uno reconoce estos personajes tragicómicos, como el tío que jamás en su vida se ha puesto jeans, o las tías que se pasan llamándose de un estado a otro para ver qué está cocinando la otra, o el primo que “sólo tiene dieciséis añitos aunque ya es un mamañema grandísimo.” You get what I’m saying?
13 comentariosAnte todo, quiero ser breve, tanto en honor a esa expresión literaria del microrrelato como para ceder la palabra a un autor que la practica. Su nombre es Francisco Laguna Correa, maestro de universidad, editor de una literatura en ciernes, ganador en 2012 del Segundo Certamen Literario de la Academia Norteamericana de la Lengua por su libro de microrrelatos Finales felices. He leído la obra ganadora en tres o cuatro sentadas a más decir, no porque sea breve (aunque esa es una de las virtudes de esa construcción literaria), sino porque las narraciones de este tipo engañan al lector. Uno termina de leer una y consume la otra, como adicto de un significado que se elude y que otras veces se sobreentiende. Hay algo más en el vicio de la minificción. Tiene ese sabor de los sucesos que se cuentan entre murmullos y susurros, tal vez la manera más natural de conversación en estos tiempos nuestros, donde se conversa en un pasillo, en un elevador, en tránsito. Tal vez por ello me llamó la atención el microrrelato que Laguna Correa llama “Confesión” y que me apropio aquí para no tergiversar: Esa mañana fui un difunto más. Oraba sin método, oraba para burlarme del método, y daba cuenta de mis pobres imitaciones: intentaba duplicar mi risa, mi cuerpo y dejar que mi sombra cargara con el peso de mi sarcófago. Me agotaba en mi cansancio, en la ecuación ensimismada y laboriosa del poema rancio que escribía con la mirada. La vida…
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